Armando Rodríguez Jaramillo
Para la mayoría de quindianos pasó inadvertida la fecha del 19 de enero y nada raro sería que la del 7 de febrero corriera igual suerte. Y es que en ambas fechas sucedieron hechos trascendentales que, ante el desarraigo, la falta de interés de las autoridades y la precaria enseñanza de la historia local, generalmente pasan desapercibidos. La primera tiene que ver con el día en que el Congreso aprobó el proyecto de ley que creó el departamento y la segunda con la sanción presidencial de la Ley 2 de 1966 por medio de la cual se crea y organiza el departamento del Quindío.
Sin duda que en estos 57 años de historia han acaecido transformaciones de enorme complejidad, como quiera que pasamos de ser una región rural y cafetera con pequeños pueblos entre montañas y una Armenia que conservaba gran parte de sus tradiciones a convertirnos en un territorio que, gracias al empuje de dirigentes políticos y gremiales y a liderazgos cívicos y sociales, desarrolló campos y ciudades alcanzando destacados niveles de progreso. Fueron tiempos en los que nos enorgulleció tener en el escudo la frase que reza que el Quindío es un departamento «joven, rico, poderoso», antes de que llegara el desarraigo y volviéramos burla este contundente enunciado.
Aquella fue una generación progresista signada por el civismo, y digo civismo para rescatar el sentido de un término que muchos intentaron ridiculizar etiquetando de «cívicos» a quienes lo practicaban. La RAE tiene dos acepciones concluyentes para cívico: «Comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública» y «celo por las instituciones e intereses de la patria», definiendo como patria ese lugar, ese país en que se ha nacido, pero también ese lugar, pueblo, ciudad o región natal o adoptiva a la que llamamos patria chica y con la que tenemos y sentimos vínculos jurídicos, históricos y afectivos.
Sin embargo, en los ochenta hubo un punto de inflexión al que no le concedimos importancia, tal vez porque pensamos que las perturbaciones emergentes no tendrían la capacidad de minar los valores colectivos. Fue así como llegaron dineros del chance y narcotráfico a financiar campañas políticas y nos volvimos tolerantes con una corrupción que permeó numerosos estamentos públicos y privados, al punto que el ejercicio de la política se distanció del interés público. Bien lo dijo el filósofo y sociólogo español Jaime Balmes y Urpía (1810-1848): «¡Ay de los pueblos gobernados por un Poder que ha de pensar en la conservación propia!»
Por otro lado, mientras esto pasaba, en el departamento se dieron significativos cambios: Se construyeron vías en doble calzada, la economía del café dio paso a otra donde el turismo y los servicios tienen un peso significativo, Armenia se extendió y formó relaciones metropolitanas con municipios circunvecinos, se sustituyeron actividades agrícolas por turismo, recreación y servicios, aumentó la población urbana y disminuyó la campesina, se modificó la pirámide poblacional con el envejecimiento de la población y llegaron personas atraídas por el paisaje y la tranquilidad de esta tierra entre muchas transformaciones que todos conocemos.
Pero estos cambios de las últimas décadas, sin duda positivos, han estado acompañados por otros que nos ponen en condición de riesgo extremo, tales como: el deterioro del patrimonio ambiental; la urbanización de importantes extensiones de suelos agrícolas; la pérdida de casi dos terceras parteres del café que había en los noventa justo cuando hacemos parte del Paisaje Cultural Cafetero; la contaminación de ríos y quebradas, la presión excesiva del turismo, ganadería y cultivos de aguacate sobre la cuenca alta del río Quindío de donde proviene el agua que consumimos; la pérdida de protagonismo en la política nacional y en altos cargos del estado; el menoscabo de las vías secundarias y terciarias construidas en los buenos años del café; el deterioro de la infraestructura básica de Armenia y de su obsoleta red vial; el aumento de la pobreza y la desigualdad, la degradación de patrimonios como la Estación del Ferrocarril y el parque de Los Fundadores en Armenia, el Camino del Quindío entre Salento y Filandia y lo que queda de la arquitectura y cultura tradicional en nuestros municipios son algunos ejemplos de tantas cosas sometidas al abandono.
A las pérdidas nombradas, cuyo listado podría ser tan amplio como quisiéramos, debemos sumar el preocupante desgaste de los valores que alguna vez nos caracterizaron. Hoy creo que la crisis por la que atravesamos, más que económica, política o ambiental, es una crisis de modelo de vida, es una mutación que transformó los cimientos de la familia, la sociedad y la institucionalidad pública y privada.
Y en medio de este desequilibrio en el que cada cual reclama lo suyo, sorprende el conformismo y aceptación con la que buena parte de nosotros lo contempla sin imaginar que tarde o temprano tendremos que despertar de este letargo, de esta pesadilla insufrible, porque es de estupidez supina continuar esperando que nos salven aquellos que nos han llevado hasta aquí. Así que no queda camino diferente al de recuperar los principios y valores morales, civiles y democráticos porque no todo en la política y la sociedad tiene un precio, no todo se compra y se vende, mucho menos las conciencias. Tenemos el enorme desafío de reconstruirnos, de reinventarnos, no para volver a ser lo que fuimos porque los tiempos cambiaron, sino para proyectarnos porque nos merecemos un futuro mejor que el presente que tenemos, un futuro definido por el conocimiento, la tecnología y el bienestar, un futuro por idear y construir de forma colectiva.
Entonces las preguntas obligadas, en especial en la antesala de un año electoral, es qué hacer y cómo alcanzarlo. Pero como no tenemos claro cómo salir del atolladero, me atrevo a plantear dos sencillos puntos de partida: El primero es que «ya sabemos qué caminos son los que no podemos volver a recorrer» y el segundo es «atrevernos a hacer cosas diferentes con nuevas ideas y protagonistas». Esto lo digo porque es inaplazable restaurar la memoria colectiva y construir futuros con la experiencia y conocimientos de los mayores y las capacidades y habilidades de la juventud, pero también con los saberes de los quindianos y las nuevas miradas de los que llegan a esta tierra.
Ya para terminar, quiero citar unas palabras de Juan Manuel Serrat que hace poco escuche en un vídeo que circuló por redes sociales donde hacía un llamado a despertar y a la solidaridad ante un auditorio que lo escucha con atención. En el breve vídeo, de tan sólo 155 segundos, el canta autor culmina con las siguientes palabras: «Espero que ustedes, gente buena, instruida y tolerante, sabrán juzgar mis palabras por su intención más que por la manera en que he sido capaz de expresarme. Mientras tanto, que los músicos no paren de hacer sonar sus instrumentos y que los poetas no dejen de alzar la voz. Que los gritos de la angustia no nos vuelvan sordos y que lo cotidiano no se convierta en normalidad capaz de volver de piedra nuestros corazones».
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