“El suicidio tiene lugar cuando la sociedad es incapaz de proporcionar
a algunos de sus miembros un marco dentro del cual puedan
vivir una vida digna y con sentido.” Emile Durkheim (Fundador de la Sociología)
Alberto Hernández Bayona
Ahora que empieza a abrirse paso la tesis según la cual la guerra contra el tráfico ilegal de drogas, tal como ha sido planteada hasta hoy, es una guerra perdida como lo demuestran las cifras crecientes de consumo de estupefacientes y de fallecimientos por sobredosis tanto en los países tradicionalmente consumidores como en los países productores, y lo constata el evidente desmoronamiento de las instituciones políticas y sociales en virtud de la cooptación de los Estados por parte de las mafias, conviene preguntarse qué desajustes en la sociedad estimulan el consumo de drogas y afectan a amplios (pero muy definidos) sectores de la población, pues el nuevo enfoque debería abordar el tema de la drogadicción como un asunto con profundas raíces de orden económico y social y no como la simple y libre elección individual de algunos consumidores descarriados a los que, llegado el momento, hay que confinar en los guetos o desintoxicar en los centros de salud.
Un ejemplo ilustrativo de cómo abordar el estudio de las raíces autodestructivas presentes en algunos segmentos de la población lo ilustran Angus Deaton, Premio Nobel de economía en 2015, y Anne Case, catedrática emérita de la Universidad de Pricenton, en su libro Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo. Los autores, investigando el vínculo entre felicidad y suicidio en los Estados Unidos descubrieron, en el proceso, que la tasa de suicidios entre los estadounidenses blancos de mediana edad, situados en el intervalo de los 25 a los 62 años, está creciendo más que en cualquier otro grupo poblacional y racial, lo mismo que los “envenenamientos accidentales” categoría que incluye sobredosis de droga; en ese mismo grupo también aumentaron las muertes por enfermedad hepática alcohólica. Desagregando aún más la información encontraron que el nivel educativo de las personas fallecidas era muy limitado. Según estimativos de la Oficina del Censo, en 2018 los estadounidenses blancos con menos formación conformaban el 38% de la población en edad de trabajar. Dada la magnitud del problema decidieron seguir el rastro de esas “muertes por desesperación” hasta sus raíces económicas y sociales subyacentes.
Resumido en unas pocas líneas, lo que encontraron es muy significativo: en la base del problema está el desmantelamiento del llamado cinturón industrial de los Estados Unidos que modificó la geografía económica del país y arruinó la vida de millones de trabajadores cuya capacidad de adaptación al cambio es muy precaria debido a su bajo nivel educativo. A la pérdida crónica del empleo le siguen el desmoronamiento de la familia y de las instituciones que suelen mantener unidas a las comunidades y le dan sentido a la vida de los trabajadores: los sindicatos, los clubes, la vida parroquial. Un adagio afirma que donde todos los mortales vemos problemas los empresarios ven oportunidades. De manera perversa algunos de ellos vieron una excelente oportunidad en el desarraigo, dolor y pérdida de sentido de cientos de comunidades norteamericanas. Así se gestó la epidemia de opioides liderada no por los carteles latinoamericanos de la droga ni por los traficantes de opio de Afganistán sino por respetables empresas farmacéuticas norteamericanas. Los autores documentan con rigor cómo algunas de estas corporaciones aprovechando su prestigio, poder económico, capacidad de lobby en el congreso de los Estados Unidos y una agresiva campaña de marketing que incluye incentivos para los médicos que prescriban sus opioides crearon un mercado de miles de millones de dólares y de miles de adictos que deambulan por las calles y que hoy o mañana morirán por desesperación. Es tal la magnitud del daño causado por la llamada epidemia de opioides que en 2019 un juez le ordenó a Johnson & Johnson pagar más de quinientos millones de dólares al estado de Oklahoma; una filial de esa misma empresa cultivó en Tasmania (sin correr el riesgo de fumigaciones) las amapolas que fueron la materia prima de casi todos los opioides producidos en Estados Unidos; por su parte, Purdue, el fabricante de OxiContin está en aprietos por las demandas interpuestas por los afectados y sus familias. Y, sin embargo, afirman los autores, el marketing agresivo continúa.
Joseph E. Stiglitz, Premio Nóbel de economía de 2001 y exdirector del Banco Mundial, analizando el malestar de los ciudadanos de todo el planeta frente a la globalización impuesta por el capital financiero internacional llega a conclusiones similares. “Las rentas de la mayoría de los estadounidenses llevan casi un tercio de siglo estancadas. La vida burguesa -un trabajo decente con un salario decente y cierta seguridad, la capacidad de poseer una vivienda y enviar a los hijos a la universidad y la esperanza de una jubilación razonablemente cómoda- parece algo que está cada vez más fuera del alcance de gran parte del país. Las cifras de pobreza no dejan de crecer y la clase media está siendo aniquilada” y luego añade: “El índice de mortalidad (la probabilidad de morir) de los varones blancos estadounidenses de mediana edad estaba (en 2015) aumentando mientras en el resto del mundo disminuía. La causa no fue una epidemia de sida, de ébola, ni de ningún otro virus, sino problemas de origen social: el alcoholismo, la drogadicción y el suicidio”
No hay que olvidar que algunos de esos varones blancos, estadounidenses, de mediana edad y baja escolaridad aparte de ser víctimas del desespero e impotencia por el desmantelamiento del corredor industrial de su país jugaron un papel decisivo en las elecciones del año 2016 que le dio el triunfo a Donald Trump.
Los tres autores citados ofrecen un diagnóstico riguroso y proponen modificaciones estructurales en la economía y en las instituciones, pero centran su estudio, sobre todo, en la sociedad norteamericana. Stiglitz propone una globalización más equitativa en la que las rentas se distribuyan razonablemente entre los países y lleguen a la población más afectada por los cambios tecnológicos y por el poder depredador de los grandes capitales. Case y Deaton, por su parte, proponen reformas en los costosos e ineficientes sistemas educativos, salariales y de salud de los Estados Unidos y un estricto control al escandaloso poder de las grandes corporaciones.
Valdría la pena escuchar las propuestas de los sociólogos, psicólogos sociales, médicos y economistas latinoamericanos para cubrir de manera adecuada el flanco que dejaría abierto el nuevo enfoque de la lucha contra las drogas y la drogadicción en nuestro continente que, de no abordarse de manera integral, se convertiría en un simple traslado de rentas de un grupo de mafiosos ilegales a la muy cuestionada industria farmacéutica y al sistema de salud prevaleciente cuyo enfoque es meramente utilitario y paliativo.