Flores malditas en el jardín de Ezra Pound

16 marzo 2023 7:02 pm

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Juan Sebastián Padilla

No tengo escrúpulos con las filiaciones políticas de los autores que leo. A tiempo superé un viejo prejuicio que la militancia comunista me infundió contra García Márquez. Salvo ese fachoso antecedente, no padezco experiencias similares. No me espanta, por ejemplo, el vasallaje intelectual de Vargas Llosa ni el desprecio de Carlyle por la democracia. Menos la decanatura nazi de Heidegger. Tampoco me alarma el bolchevismo de Lunacharski que, ebrio de ideología, fusiló a Dios por sus milagrosos crímenes contra la humanidad. Aunque sí me molesta la impostura redentora de los comunachos de la hoz y el Martini. Pese a todo, debo admitir que desprecio a Cela y a Orwell, pero no porque el primero haya sido un franquista solapado y el segundo un batracio delator, sino por otras cuestiones que no interesan ahora.

Viene a cuento la advertencia anterior porque hace unos días leí París era una fiesta, la nostálgica y alegre bitácora de Hemingway sobre sus bohemios años en el París luminoso de los veinte, y entre los afectuosos retratos que bosqueja sobre escritores conocidos, y lugares frecuentados, está el de Ezra Pound. Hemingway lo evoca como un tipo noble de pies a cabeza, un amigo que siempre estaba ocupado en hacer favores a todo el mundo, alguien que se preocupaba por otros escritores que tenían problemas económicos, como el caso de T. S. Elliot, a quien le calmó hambres y le procuró un sustento con una colecta promovida por una filántropa gringa. “Era en exceso generoso”, dice. Tan generoso que incluso le conseguía opio al poeta Ralph Cheever Dunning.

Cada tanto acostumbro a leer los versos de Pound para recordar que la vida no tiene nada mejor que la diáfana frescura de despertar junto a alguien, para recordar cómo ardemos en deseos todo el tiempo, para ser consciente de la fortuna que es tener amigos y no mayordomos. Mas cuando termino de leerlo pienso, como una especie de acto de contrición, en su acérrimo antisemitismo y su ferviente admiración por el Duce; me cuestiono por qué puso su extraordinario talento al servicio de la propaganda fascista. Por qué un poeta con tanta sensibilidad tomó bando en la guerra. Otros lo han hecho, dirán, pero sólo Pound me causa ese desvelo.

Cerrado el libro, me resultó difícil asimilar que el Ezra Pound recordado por Hemingway enfermó de fascismo. Todavía más después de saber que a principios del siglo XX discrepaba en Francia con unos italianos que publicaban en Le Figaro panfletos apologistas de la guerra como “higiene del mundo”, o sea, una especie de Santa Cruzada que pretendía enterrar el pasado y todo lo que no conciliara con el “esplendor” del futuro. A esa aberración se opuso. Apenas obvio. Pound revolucionó el canto poético con la supresión de la palabrería superflua y la exclusión de la métrica tediosa, y eso no pudo hacerlo sin el estudio y la comprensión del pasado. Sin embargo, este otrora vanguardista terminó repudiando el progreso de las libertades.

Algunos dicen que, hastiado por el afán contemporizador del momento, Pound se atrincheró con Mussolini para fustigar la amenaza del capitalismo usurario. Otros dicen que estaba desbocado por ver recreada en la dictadura la grandeza imperial de la Roma eterna de mártires y santos. Yo prefiero creerles a los paranoicos funcionarios de la Italia fascista que lo acusaron de ser un espía que utilizaba sus charlas radiales en su programa Aquí la voz de Europa para enviar mensajes cifrados a los Aliados. En todo caso pagó su traición con la locura. Por suerte, la locura lo salvó del patíbulo. Aunque no de la culpa.

 

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