Lic. James Marulanda Quintero
Quiero hacer aquí entre estas líneas un homenaje sincero a aquellos jornaleros de mi infancia, héroes anónimos del cansancio cafetero que ayudaron a forjar con sus manos, sus cotizas, su sombrero y su canasto el anhelo de mis viejos…verdad es que la memoria me juega hoy una mala pasada al tratar de recordar sus nombres, pero reverencialmente están en el recuerdo perenne y admiración sincera por lo que en mí dejaron al paso de aquellos años sesenteros. Quiero decir, su humildad, su sencillez y actitudes primarias que vivían el momento y ofrecían su modesta amistad sin pedir nada a cambio. Se conformaban tan solo con la sonrisa y el placer de ser escuchados. Así, se sentían importantes y considerados al menos por algunos instantes. Su razón de ser se limitaba a arrancarle frutos a la tierra, recolectar el grano precioso, recibir la paga el día sábado y el domingo visitar los cafetines nauseabundos que tenían su sede alrededor de la galería, con nombres que hacían honor a su oficio: “el arañazo”, “mi cafetal”, “flores del campo” etc. donde con ansiedad los esperaba la dama de turno para dejar el sudor de la semana entre sábanas descoloridas y deshechas, además de los pocos pesos ganados con sudor …
Debido a lo pequeña de la chacra, el número de peones era reducido. Solo dos o tres como máximo se enfrentaban a las faenas propias de la finca: sembrado, recolección del café, poda de árboles, plateo, riego de abonos y otras más que con vocación rural siempre realizaban…naturalmente que como muchacho campesino me tocó ayudar en esos menesteres soportando picaduras de mosquitos, sobre todo en tiempos de cosecha donde se hacía imperiosa nuestra participación agrícola…pero con cuanto gusto se hacía todo aquello sin “remilgar” ….
Era un agrado escuchar las inverosímiles leyendas de aquellos hombres humildes que al cabo del día y después de descargar su producto en el ”peladero” previa revisión por parte de mi abuelo, se disponían al descanso de la noche.
Esos hechos se vivenciaban cuando después de las comidas, con notables actitudes picarescas e histriónicas contaban historias de duendes, de brujas, de muertos, de aparecidos en noches de luna llena. Recuerdo entre otros, la Llorona”, el Mohán, la Patasola, la madremonte; contaban que el diablo se sentaba en una gran piedra que se encuentra enclavada en la quebrada por donde era obligación pasar para ir a la fonda de los Valencia allá en la Granja. De ñapa sacaban a relucir cuentos de Cosiaca y Pedro Rimales. Quienes tenían dotes de cantantes a todo pulmón interpretaban rancheras de Tony Aguilar o Pedro infante y anécdotas de sus azarosas vidas de labriegos consumados donde se mezclaban amores, pleitos y deudas justicieras ….
En esos tiempos lejanos no existía el internet, la luz eléctrica apenas la estaban instalando, y únicamente las lámparas a gasolina le daban colorido a aquellas noches campesinas.
Los dichos, los refranes, las anécdotas, los cuentos, las cantadas y tantas otras cosas alegóricas quedarán por siempre en mi memoria…hoy el modernismo y el avance tecnológico han cambiado por completo la filosofía del campesino jornalero…su mentalidad es totalmente diferente y la riqueza folclórica se ha venido a menos. Se mira con desdén al compañero de labores, las plazas no ofrecen el espectáculo campesino de otrora…quienes tienen otras oportunidades abandonan el campo en búsqueda de alternativas económicas que brinden un mejor salario.
De aquellos instantes no queda sino el recuerdo…mis viejos gozan de la presencia divina y esos viejos “cogedores” dejaron una impronta que me llevará hasta el final de mis días.