“Todo el que se inicia en el cuento debe
pasar una temporada en Chéjov”
Mempo Guiardinelli.
Alberto Hernández Bayona
En 1892, a los treinta y dos años, Anton Pávlovich Chéjov, en respuesta a una solicitud del editor de una revista, escribe: “¿Necesita usted mi biografía? Aquí la tiene. Nací en 1860 en Taganrog (al sur de Rusia). En 1879 terminé mis estudios en la escuela local. En 1884 terminé mis estudios en la escuela de medicina de la universidad de Moscú. En 1888 recibí el Premio Puskin. En 1890 emprendí un viaje a Sajalín atravesando Siberia y regresando por mar. En 1891 hice una gira por Europa, donde bebí un vino espléndido y comí ostras. En 1892 acompañé a V.A. Tíjonov a la fiesta onomástica (del escritor Scheglov). Empecé a escribir en 1879 […] Descubrí los secretos del amor a la edad de trece años. Mantengo excelentes relaciones con mis amigos, tanto médicos como escritores. Estoy soltero. Me gustaría recibir una pensión. Me ocupo de la medicina hasta tal punto que este verano voy a realizar varias autopsias, algo que no he hecho en dos o tres años. Entre los escritores prefiero a Tolstoi; entre los médicos a Zajarin. No obstante, todo esto no vale nada. Escriba lo que le parezca. Si no hay hechos, sustitúyalos por algún comentario lírico.”
Tentaciones líricas aparte, habría que añadir que la obra cuentística de Chéjov suma quinientos ochenta relatos escritos en un lapso de veinticuatro años, la mayoría de los cuales despliegan un agudo sentido del humor, una rigurosa pero compasiva sabiduría para escrutar los vericuetos del corazón del hombre, una mordaz crítica a la medianía, la vulgaridad y el filisteísmo de las relaciones humanas y una lección consistente de economía y claridad narrativas.
Anton Chéjov encabeza una de las tradiciones más sólidas del cuento moderno y su obra ha influido en escritores como O´Connor, Hemingway, Cheever (el Chéjov de los suburbios), Salinger, Ford, Quiroga, Cortazar, Piglia y Carver. Este último dijo a propósito de la obra de Chéjov: “No es admirable únicamente la cantidad enorme de cuentos que escribió, sino la frecuencia asombrosa con que elaboraba obras maestras. Cuentos que atormentan a la vez que deleitan y conmueven, que desnudan nuestras emociones como solo el verdadero arte es capaz de hacerlo”
Dirigiéndose a su hermano Alexander, Antón Chejov escribe lo que puede considerarse como los principios que guiaron su escritura: Ausencia de palabrería prolongada de naturaleza sociopolítica-económica. Objetividad total. Veracidad en las descripciones de los personajes y de los objetos. Brevedad extrema. Osadía y originalidad (huye de los lugares comunes). Sinceridad.
En su obra se suelen distinguir tres etapas: hasta 1886 es un humorista que pinta cuadros cómicos, divertidas anécdotas, pequeñas piezas en las que la nota dominante es el humor. Humor triste, como toda ficción que aborda en serio la condición humana. De este periodo se destacan los cuentos: El espejo curvo (1883), Un carácter enigmático (1883), La muerte de un funcionario (1883), El camaleón (1884), El álbum (1884), Padre de familia (1884) y Remedio contra la embriaguez (1885).
Por estas fechas el joven Chéjov escribía aceleradamente, en medio del ruido y la estrechez, para pagar sus gastos en la escuela de medicina y sostener a su empobrecida familia.
Entre 1886 y 1894 el humor se atenúa, el perfil psicológico de los personajes gana relieve junto con la descripción del paisaje y la cuidadosa construcción de la atmósfera. De ese cambio dan cuenta narraciones como Tristeza (1886), Pequeñeces de la vida (1886), Gente difícil (1886), Enemigos (1887), El beso (1887), Ganas de dormir (1888), Las bellas (1888), La onomástica (1888), La estepa (1888) La princesa (1889), Una historia aburrida (1889), El duelo (1891), La sala número seis (1892), La cigarra (1892), Vecinos (1892), El violín de Rosthchild (1894) y El reino de las mujeres (1894)
A propósito de Una historia aburrida, Thomas Mann dice: “[…Es] la más querida para mí de las creaciones narrativas de Chéjov; una obra absolutamente extraordinaria y fascinante, que apenas si tiene rival en toda la Literatura en cuanto a la rareza triste y apacible. Causa asombro el que semejante historia que se anuncia como “aburrida” y que resulta subyugante haya sido puesta con suma intuición en boca de un anciano por un joven que aún no ha cumplido los treinta años”
De su último período -Chéjov vivió apenas cuarenta y cuatro años- sobresalen la Pequeña Trilogía compuesta por los relatos El hombre enfundado, La grosella y Del amor escritos en 1898, La casa con desván; relato de un pintor (1896) Mujicks (1897), En casa de los amigos (1898), La dama del perrito (1899), El obispo (1902) y La novia (1903).
En sus relatos de madurez Chéjov alcanza su plenitud estilística y pule con fina ironía lo que más tarde será reconocido como el arquetipo de los héroes chejovianos: sujetos corrientes, enfundados, abrumados por las contradicciones, la debilidad y la incertidumbre, aplastados por los prejuicios y la inacción. “Los dramaturgos contemporáneos – afirmó Chéjov- llenan sus obras solamente con ángeles, pícaros o bufones. Pero intenta encontrar este tipo de gente en algún lugar de Rusia. Posiblemente encuentras algunos, pero no serán tan histriónicos como los pintan los dramaturgos. Yo he querido hacer algo original: no he creado un solo pícaro ni ángel (no he podido resistirme a los bufones) No he condenado a nadie y no he justificado a nadie”
Salvo algunas excepciones, sus historias transcurren en la asfixiante Rusia Zarista previa a la revolución bolchevique: un régimen en decadencia, implacable en el uso del terror, en cuyo seno afloran nuevas clases sociales en busca de legitimidad y en donde reina una gran confusión espiritual: ¿Qué hacer? pregunta Tolstoi tratando angustiosamente de encontrar respuesta en un misticismo ingenuo y gelatinoso, en la recuperación de una vida rural idealizada, en el retorno al pasado. ¿Qué hacer? se preguntan también muchos de los héroes chejovianos, sin encontrar respuesta.
En una carta fechada el 30 de mayo de 1888, dirigida a su editor Alexéi Suvorin dice: “Me parece que los escritores no deben resolver cuestiones tales como Dios, el pesimismo, etc. El papel del escritor consiste sólo en representar quién, qué y en qué circunstancias habló de Dios o del pesimismo. El artista no debe ser juez de sus personajes ni de lo que hablan sino testigo imparcial…Ya es hora de que la gente que escribe, sobre todo los artistas, reconozcan que nada se comprende en este mundo, como en un tiempo lo reconoció Sócrates y como lo reconoció Voltaire. La multitud piensa que sabe y entiende todo; y en cuanto más estúpida es, más amplio parece su horizonte. Pero si un artista, al que la multitud cree, decide declarar que no comprende nada de lo que ve, esto constituye un gran saber en el dominio del pensamiento y un gran paso adelante.”
De todas maneras, como intelectual responsable con la realidad de su tiempo, Chéjov se preguntaba con inquietud: “¿No aparto al lector de la luz, ya que no sé contestar las preguntas más importantes?” Duda que conmueve profundamente a Thomas Mann y lo lleva a acercarse con respeto a este hombre “positivista a fuerza de ser humilde, sencillo servidor de la verdad reformadora que en ningún momento pretende arrogarse privilegio alguno de los grandes.”
Chéjov se fue distanciando paulatinamente de las ideas de Tolstoi en relación con el progreso y la fraternidad – “La seria reflexión y el sentido de justicia me dicen que hay en la electricidad y en la fuerza de vapor más amor a los hombres que en la castidad y el ayuno”- Era, pues, un hombre progresista que no creía en soluciones definitivas ni se involucró en alguno de los numerosos círculos políticos que conspiraban contra el régimen. Fue el único escritor ruso importante que tomó una posición clara en el asunto Dreyfus poniéndose al lado de Zola. Escéptico en materia religiosa, su credo personal parecía orientarse al trabajo como fuente principal para recuperar la dignidad del hombre.
Los personajes de sus relatos son caracteres complejos que Chéjov diseca con pericia de científico y luego los devuelve rebosantes a la vida gracias a su disciplinada vocación de escritor. Su condición social -su abuelo fue un siervo que por tres mil quinientos rublos compró su libertad; su padre, un comerciante que tuvo que huir a Moscú, a causa de las deudas- y el ejercicio de sus profesiones –“estoy casado con la medicina pero vivo en concubinato con la escritura”- le permitieron entrar en contacto con lo más representativo de la sociedad rusa de su tiempo: hombres abismados o indiferentes, campesinos ignorantes y brutales, padres de familia malhumorados, cocheros tristes, jefes de policía ineficientes, terratenientes despóticos, funcionarios corrompidos, esposas gruñonas, concubinas más bien insulsas, sirvientes dóciles o hipócritas o aduladores, niños traicionados. Una fauna retratada con tal penetración y tan primoroso detalle que el crítico norteamericano Harold Bloom no dudó en calificar al escritor ruso como “el más sutil sicólogo dramático que ha existido desde Shakespeare”
Salvo en un cuento, “La princesa”, no se ocupa de las cortes a las que desconocía en su intimidad.
Sus historias están representadas por seres “enfundados”, con ansias de cambiar su situación, pero carentes de voluntad para hacerlo, atrapados en oficios que no aman, disgustados con su condición de maridos, novios, hijos o amantes, trepadores sociales que se desvelan por exhibir en sus pechos la cintita de la orden de Santa Ana de tercera clase, la cruz de San Estanislao o un emblema de la Sociedad de Salvamento de Náufragos. A veces, como ocurre con Nikolái Stepánovich, en Una historia aburrida o con el reverendísimo padre Piotr, en El obispo, hombres célebres y respetados contemplan al final de sus días la futilidad de sus vidas, confirmando aquello que dijera el emperador Adriano al declinar su exitosa existencia: “He llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada.”
Si los personajes de Hemingway están llenos de coraje, incluso de coraje mal entendido como el machismo y la alevosía, los de Chéjov carecen de él. Solamente en el último de sus cuentos, La novia, escrito pocos meses antes de morir, Nadia, la protagonista tiene el valor de romper con su novio, dejar a su madre y a su abuela y abandonar para siempre la vida gris, pecaminosa y horrible a la que estaba condenada.
La incomunicación, la lucha entre la naturaleza y la sociedad (el instinto y la cultura) y la consiguiente falta de autenticidad en las relaciones sociales son otros de sus temas favoritos. El varias veces mencionado profesor Nikolai Stepánovich, en Una historia aburrida refiere cómo recibe a sus visitas: “Suena el timbre…Ante todo tratamos de demostrarnos mutuamente que ambos somos extraordinariamente corteses y estamos contentos de vernos. Le pido que se acomode en el sillón, y él insiste en que me siente yo primero; durante esa maniobra nos damos una palmadita en la espalda o nos tocamos los botones de la levita, y parece como si nos estuviéramos examinando y temiéramos quemarnos. Nos reímos los dos, aunque no decimos nada divertido. Una vez sentados inclinamos la cabeza hacia delante y empezamos a hablar en voz baja. Por muy cordiales que sean nuestras actitudes, no podemos dejar de adornar nuestro discurso con zalamerías del tipo: “Como ha tenido usted a bien observar” o “Como ya he tenido el honor de decirle”, ni podemos por menos de reír cuando uno de los dos hace una broma, aunque no tenga gracia. Una vez comentado el asunto que le traía, mi colega se levanta de golpe y, agitando el sombrero en dirección a mis papeles, empieza a despedirse. De nuevo nos damos palmadas y reímos. Lo acompaño al recibidor y lo ayudo a ponerse el abrigo, aunque él trata por todos los medios de declinar tal honor. Luego, cuando Yegor abre la puerta, mi colega asegura que acabaré resfriándome y yo hago como si me dispusiera a seguirlo a la calle. Cuando por fin vuelvo a mi despacho, mi rostro sigue sonriendo, probablemente por inercia.”
Tal vez Chéjov sea el precursor de los silencios como forma de expresión en la literatura. Silencios que más tarde autores como Hemingway y Carver estirarán aún más convirtiendo esas aparentes ausencias de contenido en obras maestras de la sugerencia. Episodios que se dejan a la imaginación del lector y que apenas si están esbozados por algún gesto del narrador o de los personajes. En Mujiks, un cuento que según Somerset Maugham está tan bien compuesto como Madame Bovary, Nikolai Chikildéyev con su mujer y su hija llegan a casa de su familia, tras una larga ausencia; Nikolai es un hombre enfermo que busca un poco de sosiego para sus últimos días. Al arribar solamente encuentran a una chiquilla sucia de unos ocho años. Los mayores están segando. La hija de Nikolai se acerca a un pequeño gato para decirle algo afectuoso. La otra niña le dice: el gato no oye, se ha quedado sordo. ¿De qué? Le han dado una paliza. Es todo lo que se necesita saber para conocer la sórdida vida que llevan sus parientes.
A primera vista sorprende que un universo parroquial, estrecho de miras, inscrito en una realidad social abolida en buena parte del planeta, haya cautivado a tantos lectores y convertido sus relatos en modelo para cientos de escritores contemporáneos. ¿A qué se debe su universalidad? En medio de la catástrofe que significó la segunda guerra mundial Vladimir Nabokov escribía: “En una era de fornidos Goliats viene bien leer cosas sobre Davides delicados. Esos paisajes desnudos, los sauces secos al borde de los caminos tristes y enlodados, los grajos grises que aletean sobre cielos grises, el súbito tufillo de un recuerdo asombroso en un rincón extrañísimo: toda esa vaguedad conmovedora, toda esa debilidad hermosa, todo ese grisáceo mundo chejoviano es algo que vale la pena atesorar frente a la luz cegadora de esos otros mundos fuertes, autosuficientes, que nos prometen los devotos de los estados totalitarios” Tras la derrota de muchos de esos regímenes -no del totalitarismo que, agazapado, asecha en “todos los rincones tristes y enlodados de la tierra”- la sombra de Chéjov nos sigue cautivando por contarnos sin estridencias cómo eran, cómo obraban y cuán atónitos y solitarios se encontraban esos seres tan semejantes, tan próximos a nosotros.
Pero no es solamente por eso. También leemos a Chéjov por la forma calmada y novedosa como nos cuenta sus historias. En palabras de Sergio Pitol: “En sus narraciones y en sus obras de teatro esos claros conceptos (¡Odio la violencia y la mentira en cualquiera de sus formas! El fariseísmo, la estrechez de miras y la arbitrariedad reinan no solo en los tugurios de los comerciantes y en las comisarías; los encuentro también en la ciencia, la literatura, en el seno mismo de la juventud) se transforman en una lluvia de detalles, se fragmentan, se convierten en polvo, en ceniza, en bosquejos inacabados, en desgana, en entonaciones desvaídas. Paradójicamente, esa aparente intrascendencia carga de sentido y de valor a su obra. Tal vez sea eso lo que nos permite leerlo como a un contemporáneo”.
Para nuestra fortuna, Chéjov también fue un prolífico escritor epistolar en cuyas cartas quedó consignado su pensamiento en relación con el oficio del escritor. Su correspondencia ocupa doce de los treinta volúmenes de las Obras Completas que publicó la Academia de Ciencias de Rusia, entre 1974 y 1983. La lectura de sus relatos, de sus obras de teatro y de sus cartas, algunos de cuyos extractos se encuentran publicados en español, constituyen un rico material de reflexión y aprendizaje para los cuentistas.
He aquí una muestra:
- “¡Escriba lo máximo que pueda! Escriba, escriba, escriba…hasta que los dedos no aguanten más.” (Carta a María Kiseliova, 29 de septiembre de 1886)
- “Si quiere dedicarse en serio a la literatura, vaya sin rodeos, no dude ante nada y no pierda el ánimo ante las adversidades.” (Carta a Lidia Avílova. 3 de marzo de 1892)
- “No imagines sufrimientos que no hayas experimentado y no dibujes cuadros que no hayas visto, pues la mentira en un cuento es mucho más aburrida que en la conversación” (Carta a Alexander Chéjov, 6 de abril de 1886)
- “¡Que Dios te libre de los lugares comunes!” (Carta a Alexander Chéjov, 10 de mayo de 1886)
- “…al lector no se le puede dejar descansar: hay que mantenerle tenso” (Carta a Iván Leóntiev. 22 de enero de 1888)
- “…sé que los manuscritos de todos los verdaderos maestros están llenos de borrones y rayados de cabo a rabo, llenos de enmiendas y tachaduras, que a su vez están borradas y ensuciadas.” (Carta a Alexánder Lázariev. 13 de marzo de 1890)
- “Sobre el cuento se puede llorar y gemir, se puede sufrir a la par que sus héroes, pero creo que hay que hacerlo de manera que los lectores no se den cuenta. Cuanto más objetivo se es, más impresión se causa.” (Carta a Lidia Avílova. 29 de abril de 1892)
- “Antes que nada piensa en cambiar el título del cuento. Y corta, hermano, corta. Empiézalo directamente desde la segunda página. Pues si el cliente de la tienda no interviene en el cuento, ¿para qué darle su propia página? Redúcelo más de la mitad. Perdóname, por favor, no quiero reconocer un cuento sin tachaduras. Hay que mancharlos ferozmente.” (Carta a Alexánder Chéjov. 30 de abril de 1893)
- “La descripción del paisaje debe ser ante todo pictórica, para que el lector, al leer y cerrar los ojos pueda imaginarse al instante el paisaje representado….las descripciones de la naturaleza son oportunas y no estropean el asunto cuando son a propósito, cuando ayudan a transmitir al lector este u otro estado de ánimo, como música y la declamación melódica….Son tópicas las descripciones: por qué no decir simplemente: < un estante con libros>” (Carta a Alexánder Yirkévich. 2 de abril de 1895)
- “Usted tiene un defecto, enorme, en mi opinión, su defecto es que no pule sus obras…No quiere o le da pereza eliminar todo aquello que sobra. Hacer un rostro de mármol significa eliminar de la piedra aquello que no es un rostro.” (Carta a Elena Shávova. 17 de mayo de 1895)
- “…usted no trabaja la frase. Es necesario elaborarla, pues ahí está el arte. Hace falta eliminar lo superfluo, limpiar la frase…, hace falta cuidar su musicalidad y no dar paso en una misma frase, casi a renglón seguido a stala y perestala…” (Carta a Lidia Avílova. 3 de noviembre de 1897)
- “Normalmente acabo el cuento lo corrijo, digámoslo así, desde el punto de vista musical.” (Vasili Sobolevski. 20 de noviembre de 1897)
- “La situación natural del literato es mantenerse siempre cerca de la esfera literaria, vivir cerca de los que escriben, respirar literatura.” (Carta a Máximo Gorki, 22 de junio de 1899)
- “Usted pregunta: ¿es preciso, cuando se está escribiendo un relato, dar a leerlo antes de su publicación? En mi opinión no se debe dar a leer a nadie, ni antes ni después. Quien lo necesite, lo leerá por sí mismo, no cuando usted quiera sino cuando a él le apetezca.” (Carta a Borís Lazarevski. 30 de febrero de 1900)
Como se puede ver, Chéjov escribió cosas formidables sobre el cuento. Pero también esbozó en su libreta de apuntes la siguiente historia: “Masticad vuestra comida de manera apropiada –les dijo su padre- Y ellos masticaron apropiadamente, y caminaron dos horas cada día, y se lavaron con agua fría, y pronto se volvieron infelices y sin talento.” Así que hay que ser precavido. Pues -el propio Chéjov nos lo advierte- toda fidelidad (al padre, al maestro, al caudillo) puede conducir al entumecimiento.
La noche del veintidós de marzo de 1897 cuando Anton Pávlovich Chéjov estaba cenando en el restaurante Hermitage, de Moscú, con su amigo y editor Alekséi Suvorin, sufre una hemorragia pulmonar. No es la primera, pero sí la más celebre de sus recaídas. “Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de nieve. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chéjov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chéjov se disculpó por el “escándalo” del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave…” Así narra el escritor norteamericano Raymon Carver este episodio en Tres rosas amarillas, el más bello cuento escrito hasta ahora por un cuentista sobre otro cuentista. A partir del incidente del Hermitage, Chéjov emprende una infructuosa travesía huyéndole a la enfermedad: París, Biarritz, Niza, Yalta, Moscú, nuevamente Yalta, para, finalmente internarse en Bandenweiler, un pequeño balneario situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea, donde muere el 2 de julio de 1904, al lado de su esposa, la actriz Olga Knipper con quien se había casado tres años antes.
El periplo de Chéjov continúa tras su muerte. Al mejor estilo de uno de sus cuentos, el escritor es transportado a su querida Rusia en un vagón cargado de ostras. En San Petersburgo solamente una persona estaba allí para recibirlo. En Moscú miles de personas se unieron a seguir el féretro. La policía prohibió los discursos en su funeral, pero muchos se negaron a abandonarlo y se pronunciaron algunos improvisados discursos. Luego empezó a llover a cántaros.