La noticia circula en las redes: el coeficiente de inteligencia (CI) de la población europea está cayendo desde 1975. ¿Qué pasó en los años 70? ¿Los tocó una radiación maléfica del espacio exterior? ¿Un virus terrícola y baboso? No. Por el contrario, la bobada europea estaba amainando. Las guerras habían quedado atrás. En los años 60 y 70 los signos eran positivos: emergían el movimiento ambientalista, el pacifismo y los animalistas; cobraron fuerza el feminismo y el respeto a las minorías y a las poblaciones diversas, y los sicólogos descubrieron, maricamente atónitos, que el homosexualismo no era una enfermedad.
Los analistas afirman que las causas de la caída del CI europeo no son genéticas sino culturales, que pueden estar relacionadas con la permanencia de la gente “en línea” y que la caída es “exponencial”, adjetivo que los periodistas y los políticos encuentran glamuroso.
A mí me llama la atención que los test del CI siguen privilegiando las pruebas de matemáticas, lenguaje y razonamiento visual, como hace mil años. ¿Han pensado los evaluadores que la inteligencia también tiene relación con procesos que no son abstracciones del mundo, como las letras y los números? ¿No han advertido que Europa es menos estúpida después de 1945? ¿Por qué no han diseñado test para campesinos y vagabundos y para la población analfanumérica? ¿Hasta cuándo se mirará el ombligo la academia?
Sí, la letra y el número son signos portentosos, pero hay inteligencia y sentimientos más allá del signo.
Hace 200 años los románticos descubrieron que el racionalismo cubría solo una parte de la esfera cognitiva y dejaba por fuera las emociones y la intuición; hace por lo menos 50 años que los psicólogos afirman que la inteligencia está relacionada con la flexibilidad mental y con la habilidad para establecer asociaciones, descubrir patrones y singularidades, abrigar empatías y establecer relaciones sociales, pero los evaluadores siguen aferrados a test de números y letras por inercia y porque este tipo de cuestionarios pueden calificarse con facilidad. Diseñar y calificar test emocionales es difícil.
El descubrimiento de “la estupidez de las nuevas generaciones” es una brillantez recurrente de los adultos mayores. Viven convencidos de que en su tiempo se leía mucho, que se podía pescar de noche, que la corrupción era infinitesimal y que “el mundo era más sano”. En suma, más inteligente. La realidad es que los viejos somos un manojo de nervios y nostalgias, mientras que los jóvenes, los de hoy y los de siempre, son más idealistas y románticos, abrigan sueños, estudian porque les toca, pero estudian, cuidan el árbol, el agua y los animales, tiran piedra y fornican con aplicación (¡malditos!).
Los jóvenes son la savia del mundo mientras que los viejos se limitan a administrarlo todo y no muy bien. Los hechos son tozudos: los viejos votaron el brexit y por Trump, ¡contra la paz y por don Rodolfo!
No digo que la mayoría de los jóvenes sean genios. Sería tan ilógico como decir que la mayoría son lerdos. El genio es tan raro como el subdotado. La gran mayoría estamos en la zona media.
Medir la inteligencia es difícil porque no sabemos qué es eso. Es algo tan nebuloso como la felicidad (por eso los sicólogos prefieren hablar de “bienestar”). Sin embargo, cuando pienso en las barbaries de la Antigüedad, del Medioevo o del siglo pasado, tengo la convicción de que, sumando y restando, la humanidad progresa. No vivimos en un siglo perfecto, por supuesto, pero no quisiera despertar en un siglo anterior, ni antes de 1975.