Tatiana Alejandra Velásquez Osorio
Antes del ascenso miro la casa en el alto y siento esa presión en la sien de la que tanto se queja mi madre desde sus treinta años; aumenta de solo pensar en trepar hacia cualquier recompensa.
Un paso seguido del otro, doblez de rodilla: mi cuerpo avanza, ciento veintiocho escalones. Siento terror al pensar en el bulto que soy entre el follaje de este camino. Desde abajo alguien debería ver la intermitencia de mi figura: aparece y desaparece entre las ramas.
Mis botas se hundieron en el pantano, los dedos están encogidos. Pienso en la gente que me encontré en la galería, en el hombre que, junto a la venta de hierbas secas, descalzo, escarbaba su oído con la uña del meñique; la cabeza inclinada, toda la piel de su cara recogida, lo ojos cerrados, me pareció que apretaba los dientes; se le escapó un gemido. Los vendedores, la mayoría sentados, miraban al habitante descalzo sin nada que adivinar en sus gestos. Me cansé de ver…
Muevo los pies sobre los escalones, aunque la asfixia me aprieta la garganta. Empieza a desvanecerse la imagen de la embarazada que me crucé dos locales más arriba del yerbatero, hinchada de pies a cabeza, que lucía un vestido amarillo escotado. Me aferro, quiero definir la sensación que me produjo ver sus tetas a punto de derramarse por encima de la tela, la piel descaspada de su espalda, la parte final de sus nalgas, saludando el gentío sublevado de las once de la mañana. Caigo a la bruma, solo puedo pensar en la ineficiencia de mis pulmones y el escaso aire frío que entra: el perfil de esa chica a punto de explotar entre los puestos de fruta se ha ido para siempre.
¡¡¡¿Vivo en el puto cielo o qué?!!! ¡¡¡Cuántos escalones!!!
Entro. Descargo las bolsas sobre el mesón de la cocina. Me parece que huele a grasa, aunque todo está en su lugar: una limpieza simulada. Arranco un brazo a la mata de apio, no sé para qué. Hay alguien en casa, densidad en el ambiente. Está en la sala y yo afuera de la cocina. Miro el reloj, nada de vapor sobre la estufa. Sigo sin respirar a cabalidad, podría tomar una pastilla para el dolor en la sien. La ropa se me ha pegado al cuerpo, tengo deseo de tirarme al suelo (salir de mi carne, una estación).
Entro al pasillo. Aparece. Me hincha la tripa el aire caliente de su cuerpo. Hace flexiones de pecho, se apoya del borde del mueble. Los músculos de la espalda ya están definidos. Me percato de la piel adolescente. Casi desnudo, sin mirarme, dice: -¡Madre! Crucé el récord: ciento treinta seguidas, o sea, sin parar y sin ahogarme.
Intento simular entusiasmo, sin embargo…una mueca.
¡Compasión por la embarazada de la plaza!