Pararse en una esquina

29 marzo 2023 3:55 pm

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(Divagaciones de un peatón)

 

 Alberto Hernández Bayona

Hace algunas décadas, cuando Fidel Castro ya había bajado victorioso de la Sierra Maestra y se había acomodado para siempre en el poder, Gabriel García Márquez le preguntó: Fidel, francamente, ¿qué es lo que usted más desea en la vida? Este, sin dudarlo un solo instante, respondió: Pararme en una esquina. Esta afirmación, mejor que cualquier tratado acerca del poder o de la fama, pone de manifiesto la esterilidad de esos empeños y los muchos sacrificios que impone el disparate de la gloria o la banalidad del poder. Y entre ellos, el mayor es la renuncia al goce de contemplar la vida de la gente directamente, sin mediadores ni intérpretes: la vida que brota, que palpita, florece y se marchita espontáneamente en las calles de una ciudad, de cualquier ciudad del mundo. Porque pararse en una esquina, bien sea para tomarle el pulso al estado de ánimo de los ciudadanos o para sacudirse por un momento del pesado fardo que significa estar vivo, requiere, en primer lugar, del más saludable anonimato.

Piense, por un momento, que debido a alguna desafortunada situación es usted el presidente de la república o una celebridad de esas que aparece una noche sí y otra también en la televisión. La tarde está despejada; el sol, radiante. Su señoría quiere dar un paseo por la calle real, admirar la belleza de sus conciudadanas, imitar el paso alegre y despreocupado de los jóvenes que salen de la universidad (imaginemos que es viernes, un soleado viernes), desea respirar los aromas que salen del café del lado, contagiarse del optimismo que reflejan los rostros de los empleados (tal vez es fin de mes y han pagado la quincena), añora tomarse un par de cervezas, compartir el dolor de la pobre viuda que se dirige a la iglesia y acariciar el perro de aquel viejo regordete; en una palabra quiere sentirse libre, humanamente libre y compasivo. Sale del palacio, se para en una esquina, cruza los brazos y respira profundamente tratando de llenar sus pulmones con los sutiles humores de la calle. No importa que en esta hipotética situación le haya tocado representar el papel de un abominable tiranuelo, de un sabio conductor de multitudes, de un caudillo enérgico y verboso o de un lascivo actor de cine porno, por un insondable instinto, la conducta de la multitud se transformará ante su presencia. Al verlo allí, parado, los cuerpos se pondrán tensos y una máscara cubrirá sus rostros. La mayoría de los transeúntes lo aplaudirá y se mostrarán solícitos y serviles; los más osados le pedirán algo, cualquier cosa: un autógrafo, una selfi, un ministerio, una recomendación; los más infames escupirán el suelo; los envidiosos murmurarán. Su señoría, abrumado ante la evidencia, se sentirá sólo, frustrado y, en secreto, repudiado. Amparado en la simbólica autoridad que le otorga el trono pedirá la opinión de sus ministros, asesores o áulicos: todos le mentirán. Cae el telón. Usted, aterrorizado lector, despojado del personaje por fin se sentirá libre para dormir debajo de un puente, para tomarse en la puerta de la tienda una caneca de cerveza con sus ruidosos compadres o para detenerse despreocupadamente en cualquier esquina.  

Si el primer requisito para celebrar este ritual tiene que ver con el anonimato, el segundo consiste en la discreción. Yo, que he practicado esta virtud (la de pararme en las esquinas) desde que era joven, le aconsejo que vaya sólo, se apoye tranquilamente en la pared y se despoje de cualquier prejuicio. Observe, simplemente observe a la manera de los monjes tibetanos cuando están meditando. Entonces desfilará ante usted el espectáculo heterogéneo, íntimo y conmovedor del hombre que arrastra los pies y lleva en un cochecito destartalado a su pequeña mascota, de la dama que se mueve garbosa y seductoramente entre la multitud pero que lleva las medias de nylon rotas, de los cientos de fantasmas lívidos y ansiosos que caminan detrás de un celular, del tipo que tiene cara y modales de ladrón, del que vende mango biche en medio de la acera, de las indígenas que bailan al son de una canción de Shakira mientras esperan que alguien les arroje una limosna o les lance un improperio, de la pareja que se insulta, de los caballeros que ríen estruendosamente, del que escupe, de la señora de la cara enrojecida por la ira, de la adolescente que se detiene en cada vidriera y se mira a sí misma con fascinación, del ejecutivo que, pretendiendo comerse el mundo, camina presuroso porque sufre de indigestión.

No importa si usted es un científico, un poeta, un vendedor de telas, un profesor de escuela, o un malandro. Cualquiera que sea su ocupación le aseguro que saldrá enriquecido en virtud de esa inmersión compasiva en las aguas del prójimo. Con paciencia y alguna práctica usted podrá deducir las leyes generales que rigen el comportamiento de las multitudes, descifrar el sino trágico de la vida reflejado en cada rostro, calcular las oportunidades comerciales que ofrece esa media rota, ese gabán deslucido, esbozar las muchas lecciones que podrá impartirles a sus jóvenes alumnas sobre el rítmico movimiento de las caderas, el cadencioso levantar de los hombros o la forma correcta de disimular un dolor de estómago. Pero, ante todo, usted podrá inventar miles de historias porque la verdadera biblioteca infinita no se encuentra en Babel, como lo sugiere Borges, sino en cada esquina de la calle. Pues todo rostro admite innumerables títulos, todo gesto mil capítulos, cada rictus una docena de líneas, cada individuo infinitas historias.

Apresúrese, pues, incluya en su rutina diaria este humilde y maravilloso ejercicio antes de que el próximo sátrapa, atendiendo a los signos de los tiempos y envilecido por la envidia y la soledad, privatice cada esquina, invoque los bajos niveles de productividad del país o los perniciosos efectos de la vida contemplativa y prohíba, de una vez y para siempre, el inocente ritual de pararse en una esquina, el único placer gratuito que nos ofrece hoy la vida urbana.  

 

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