Alberto Hernández Bayona
Y entonces el hombre levantando los ojos al cielo imploró: “Señor, haz que los días de la semana se conviertan en domingos y las noches en viernes por la tarde”. Y lo hizo con tal fervor que el buen Dios se conmovió y le permitió beber de nuevo de la fuente de la que brotan las límpidas aguas del ocio y la sensualidad. Y volvió a llenar su morada con aire transparente. Y volvió a poblar la tierra con frondosos árboles. Y allí donde reinaba el ruido de la máquina, el grito del tirano, el traqueteo de la civilización se volvió a escuchar el canto de los pájaros y el murmullo del arroyo. Y la noche se hizo tibia y estrellada y olía a hembra desnuda, a tierra húmeda, a jazmín.
Pero el séptimo día, el hombre, apoyando la cabeza sobre sus manos, imploró: “Señor devuélveme a la vida, no soporto el monótono murmullo del arroyo ni el destemplado canto de las aves”. Y el buen Dios lo miró y dijo: “No son el arroyo ni el ave los responsables de tu desasosiego, es tu espíritu envilecido el que no quiere escuchar tu propia voz, ni los dictados de tu corazón”. Y con la voz entrecortada por la decepción se preguntó: “De qué lodazal extraje el barro con que modelé su alma?”
Y hubo un largo silencio…
Y por segunda vez fue arrojado del paraíso y enviado a ese oscuro laberinto donde lo consumen sus insípidas nostalgias, sus mezquinas ambiciones, su insaciable vanidad. Y fue enviado, otra vez, a esa caldera ardiente donde descarga su compulsiva y fútil laboriosidad que todo lo arrasa, que todo lo banaliza, que todo lo aniquila. Y le devolvió el brillo a sus cadenas y el ruido a sus coches y el odio a su mirada…
Y para redondear su tormento y castigar su estupidez, arrojó a sus pies estos interminables lunes por la mañana.