Alberto Hernández Bayona
Para entender la esencia de un pueblo, su verdadera identidad, la que desnuda sin pudor sus triunfos y derrotas, sus mezquindades, limitaciones y grandezas, es necesario conocer su historiografía, pero, también, conviene sumergirse en las obras de arte que mejor representan a la sociedad en cuestión, porque el Arte cuenta lo que la historia no siempre sabe o puede o quiere contar. De manera que si se pretende entender a cabalidad la vida espiritual y material de los hombres del paleolítico hay que dialogar con las pinturas y los grabados de las cuevas de Altamira –la capilla Sixtina del arte rupestre- y para calibrar la magnitud de la epopeya cultural de la Europa del Renacimiento hay que aproximarse a la obra de sus más eximios artistas: Miguel Ángel, Leonardo, Tiziano o Botticelli.
TESIS
A comienzos del siglo XX el pintor, grabador y escultor Francisco Antonio Cano celebra la aventura épica de la colonización antioqueña a través de un óleo de gran formato. La imagen muestra a una familia campesina que observa el horizonte bajo un luminoso cielo cuajado de tonos azules. El hombre señala el destino promisorio extendiendo su brazo izquierdo con un ademán que recuerda La creación de Adán, de Miguel Ángel Bounaurotti, fresco que decora la bóveda de la Capilla Sixtina: es el sexto día de la creación, durante las jornadas anteriores Dios había hecho la luz, el agua, el fuego, la tierra y los demás seres vivos. En el cuadro de Cano, el campesino, el laborioso y digno hermano de sangre de Aureliano Buendía, señala la tierra “que era tan reciente que las cosas no tenían nombre” en la que aspira a cultivar pacíficamente su parcela y formar un hogar.
Este carriel de nutria, señoras y señores,
Fue antaño la bandera de un colonizador,
Tal vez un Juan sin Cielo hundido en los blasones
De algún tatarabuelo del imperio español.
No sé qué guarda dentro: quizás diez arreboles
Recogidos en viajes de Quimbaya a Sonsón;
Una mazorca de oro, tres ríos leñadores
Y un tiple que ha tenido descalzo el corazón.
Si esculcáis sus 'secretas' sentiréis escondida
Bajo la piel de nutria la savia de la vida
Y el Himno de Epifanio con su camisa al sol.
En carrieles como éste cupo sin 'estrechuras'
El mapa de Colombia tatuado de herraduras
Y una fonda en la trocha que conduce hacia Dios.
ANTÍTESIS
Pero ese camino tatuado de herraduras que es el mapa de Colombia no conduce hacia Dios, como lo predicaba el poeta, sino hacia los oscuros vericuetos de la guerra, la barbarie, el desarraigo, la estampida y la muerte.
En efecto, el monopolio de las mejores tierras del país en manos de una élite de encomenderos y de nuevos ricos criollos, la lucha de clanes de uno y otro partido por apropiarse del botín depositado en las arcas del Estado y el atasco neocolonial después de la pérdida del canal de Panamá son el caldo de cultivo para que, a mediados del siglo, estalle una nueva guerra fratricida -no la primera ni, desafortunadamente, la última- llamada, a secas, la Violencia.
Y luego, en los años setenta, se superpone al paisaje humeante otra guerra: la lucha contra las drogas.
Imbricada en estas dos tragedias, el Pájaro se convierte en el Patrón, la insurgencia nacida como respuesta a la injusticia y al monopolio del poder asume el papel del alcabalero de las mafias y el dolor y la muerte se transforman en estadística: 450.664 personas perdieron la vida a causa del conflicto armado entre 1985 y 2018; si se tiene en cuenta el subregistro, la estimación de homicidios puede llegar a 800.000 víctimas; el 14% eran menores de edad. Los principales responsables de los homicidios fueron: grupos paramilitares 45%, grupos guerrilleros 27%, agentes estatales 12%. Entre 1985 y 2016 121.768 personas fueron desaparecidas forzadamente. Se presentaron 16.238 casos de reclutamiento de niños y niñas; teniendo en cuenta el subregistro se estima que pudieron ser 30.000 víctimas. Entre 1985 y 2019 se presentaron 752.964 víctimas de desplazamiento forzado (Informe de la comisión de la verdad, 2023)
(ALEJANDRO OBREGÓN, VIOLENCIA. 1962. BANCO DE LA REPÚBLICA)
En 1962, Alejandro Obregón, un español enraizado en Colombia como ningún otro colombiano, pinta el cuadro La Violencia, inquietante testimonio de este período. Su protagonista, el cuerpo mutilado de una mujer embarazada: río de sangre coagulada, montaña desolada, oscuridad.
Y Piedad Bonnet, poeta colombiana, resume así uno de los miles de episodios de esta interminable tragedia:
Fueron veintidós, dice la crónica.
Diecisiete varones, tres mujeres,
dos niños de miradas aleladas,
setenta y tres disparos, cuatro credos,
tres maldiciones hondas, apagadas,
cuarenta y cuatro pies con sus zapatos,
cuarenta y cuatro manos desarmadas,
un solo miedo, un odio que crepita,
y un millar de silencios extendiendo
sus vendas sobre el alma mutilada.
SINTESIS
Una élite de caciques veredales, municipales, provinciales, departamentales y nacionales refractarios a cualquier tipo de cambio -porque el cambio atenta contra sus privilegios- celebra. ¿Qué emoción embarga a estos hombres y mujeres entroncados en el poder? ¿Tal vez el último contrato adjudicado a uno de sus muchachos? ¿El nombramiento de algún compadrito en la alcadía, la fiscalía, la procuraduría, la contraloría, la gobernación o el ministerio? ¿La compra a precio de huevo de un nuevo fundo con vocación de potrero? ¿La cruz de Boyacá en el Grado de Gran Maestre colgada en la solapa?
Y mientras tanto la casa se derrumba.
Esta casa de espesas paredes coloniales
y un patio de azaleas muy decimonónico
hace varios siglos que se viene abajo.
Como si nada las personas van y vienen
por las habitaciones en ruina,
hacen el amor, bailan, escriben cartas.
A menudo silban balas o es tal vez el viento
que silba a través del techo desfondado.
En esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan sus costumbres, repiten sus gestos
y cuando cantan, cantan sus fracasos.
Todo es ruina en esta casa,
están en ruina el abrazo y la música,
el destino, cada mañana, la risa son ruina;
las lágrimas, el silencio, los sueños.
Las ventanas muestran paisajes destruidos,
carne y ceniza se confunden en las caras,
en las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En esta casa todos estamos enterrados vivos.
El poema se llama La Patria, fue escrito por Maria Mercedes Carranza antes de morir de dolor al ver a su patria derrumbada.
En 1946, desde una cárcel de Turquía, el poeta Nazim Hickmet le pedía a su amigo Vala que le regalara libros con finales felices. Lo mismo quisieramos nosotros, que los artistas escribieran libros bellos con finales felices y los poetas le cantaran a la vida y los pintores dibujaran hombres y mujeres volando dichosos sobre los campanarios, pero para ello tenemos que construir una realidad diferente, liviana, grata, incluyente y promisoria.
….¿O, como dijo nuestro palabrero mayor, estamos condenados a otros cien años de barbarie?