Por Juan Sebastián Padilla Suárez
Dijo Carlyle que la historia del mundo es la biografía de los grandes hombres. También contravino la superchería marxista y afirmó que esas grandes almas determinan las circunstancias históricas, y no al revés. Es decir, para aquellos, el héroe es una consecuencia; para él, una causa. La tesis que promulga es muy simple: los héroes son intratables semidioses que rigen a una humanidad subalterna y, por tanto, son la piedra básica y eterna sobre la que se edifica el futuro. No sería exagerado postular, entonces, que un héroe tiene una suerte de resplandor donde se regocijan todas las almas. Pero, se pregunta Carlyle, qué pasa cuando no encontramos héroes merecedores de nuestra adoración. En lugar de responder, aclama: desesperamos en democracia y nos hundimos en el caos de las urnas.
Pensaría uno que, precisamente, la democracia es el antídoto ideal contra ese aborrecible culto a los héroes. Sin embargo, el remedio degeneró en enfermedad. Hoy la impostura del ímpetu demócrata pretende imponerse sobre la totalidad de las cosas, pretende infestar la vida, azotada ya por tantas mezquindades, del tufillo oprobioso de la superioridad moral. De la democracia, esa vetusta cábala ateniense, dijo Ortega y Gasset que es el morbo más peligroso que puede padecer una sociedad, y advirtió desconfiar de aquellos que gritan a bocajarro: ¡Yo, ante todo, soy demócrata! Pues bien, esos demócratas, ebrios de narcisismo, se han encargado de menospreciar la libertad del individuo en nombre de la histérica locura gregaria. Y ni siquiera son capaces de permanecer fieles a su yo más íntimo: se traicionan, y se ufanan de ello, al erigir en bronce los errores y atropellos de los héroes que adulan.
En la arena de la democracia debería batirse el espíritu libre contra el peligro tiránico de las ideologías que quieren proscribir para siempre al individuo, esa minúscula y bellísima patria. La auténtica patria. Pero lo que se ve es otra cosa: una gavilla de redentores hostigando la parcela única y particular del yo. Todavía más: es ese mismo tribunal de acusaciones que, bajo la premisa refrita de la libertad de opinión, censura la discrepancia. En resumidas cuentas: la mitad de la corte adula al rey mientras la otra mitad persigue a los que se le oponen. Una catástrofe de masas.
Así, la democracia de los democrateros nos está regresando a la admiración sumisa de las sombras divinas. Creyendo que la causa que defienden es grata a los dioses y la de los otros a Catón, el guardián del purgatorio de Dante, creyendo que esa causa es la justa, digo, reeditan las iras del fascismo y ponderan el odio como una categoría más de la ciencia política. Son los mosqueteros de un superhombre (no el de Nietzsche, claro) contemporizador, charlatán, fiel a sí mismo, que posa en un bando y sirve al contrario. Ni hablar de la caterva que se esfuma plácidamente detrás del escritorio público a fustigar desde las redes sociales a todos los que caminan la honrosa senda de la indiferencia. Son mansos corderos bajo la piel del quebrantainstituciones, pero devengando de la institución misma. Tal vez esos sean los peores.
Lo paradójico es que esos aduladores suelen ser los primeros en abjurar, sea de la causa o del héroe; como sucedió con Napoleón, que le rindieron plegaria a su espada hasta la víspera de Waterloo, y abominaron de ella cuando ya los cascos de las bestias enemigas habían desfigurado la cara de los soldados franceses. Por eso no hay que llevar a ningún héroe en el corazón. Ni atar el destino individual a preceptos abstractos del ropavejero de la redención social. La suerte está echada: nuestro destino es trágico porque somos, irreparablemente, individuos. No busquemos anularnos del cosmos y volvernos una masa amorfa, nada más incauto que eso.
Además, ya va siendo hora de acabar cualquier esperanza de que este mierdero cambie. Renunciemos al grado de capitán del buque patriótico, seamos los primeros en abandonar la nave en caso de naufragio. Un navegante de Calarcá se confesó con mejores palabras: “Sería absurdo arriesgar esta única vida por el espejismo de un ideal”.