Por: Álvaro Mejía Mejía
Hace unos meses, llegó el maestro Jaime Rico Salazar a su patria. Este sería su último viaje, porque la muerte nefasta lo sorprendería en Costa Rica, donde residía, durante hace varios años.
Este viaje fue preparado con entusiasmo por parte del maestro. Hizo contactos en varias ciudades de Colombia, con académicos de historia, melómanos, amigos y familiares. La fecha inicial tuvo que posponerse, porque Rico Salazar presentó, a última hora, problemas estomacales severos.
Debo comenzar narrando que mi amistad con Rico Salazar surgió a raíz de mis programas musicales en YouTube, particularmente de “Historias de Canciones Colombianas” y “La Bella Música a Tu Alcance”.
Él era un asiduo seguidor de mis trabajos y siempre me enviaba comentarios felicitándome, o aclarándome alguna imprecisión en la que había incurrido.
Yo tomaba de sus libros muchos datos, citándolo, como es debido, y él, como lo reconoció en su obra “La Canción Colombiana”, me dio el mérito de haber logrado en mi labor de ratón de biblioteca descubrir los autores de algunas canciones colombianas que, en sus palabras, “todos considerábamos como anónimas”.
Antes de viajar logré contactar con la academia de historia del Quindío y la Casa Museo Musical del Quindío, en donde realizó una presentación de sus recientes libros musicales. También con la Academia de la Lengua de Colombia, en donde no se pudo programar nada por falta de tiempo.
Después de recorrer varias ciudades colombianas, por fin llegó el maestro a Bogotá. Lo invité almorzar al restaurante El Poblado. Lo recogí en el “Centro Comercial Galerías”.
A pesar de su avanzada edad, el maestro cargaba una maleta inmensa donde guardaba cuidadosamente sus más de 50 libros de historia musical.
Mientras degustábamos unas viandas típicas antioqueñas, él iba sacando uno a uno sus libros, de los cuales hacía comentarios y narraba con una memoria prodigiosa anécdotas de autores, compositores e intérpretes.
Yo, en compañía de mi esposa, lo escuchábamos absortos y admirados. Permanentemente lo interrumpía para hacerle alguna pregunta o realizar algún aporte a la charla.
En un instante, llegó el trio del restaurante. A sus integrantes les expliqué la importancia del visitante para la música en América Latina. Ellos se mostraron complacidos y expectantes. Le preguntaron al maestro qué canción colombiana quería escuchar. Este pidió “El Profesor de Canto”, compuesta por Eusebio Ochoa Isaza, padre del célebre músico Héctor Ochoa, autor y compositor del “Camino de la Vida”. Los músicos no pudieron complacerlo, porque no la conocían, como, seguramente, no la ha escuchado la inmensa mayoría de compatriotas.
Nuestro siguiente encuentro fue una visita a los comunes amigos, el maestro Jorge Zapata, hijo del gran Francisco “Pacho Zapata” y su esposa, la cantante Bibiana Patiño, representantes de Zapata s´ Producciones.
Llegamos el maestro, mi esposa y yo al fabuloso estudio musical de los esposos Zapata Patiño, quienes nos recibieron con su acostumbrada amabilidad y dulzura. Allí también estuvieron presentes el experto musical Oscar Javier Ferreira y su hijo.
Esa noche, la tertulia se llenó de anécdotas e historias musicales bajo la batuta de Rico Salazar, enriquecida con los aportes de los asistentes músicos, o amantes de la música, como en mi caso.
Terminamos, a eso de las 10 y 30 de la noche. Mi esposa y yo nos ofrecimos llevar al maestro a donde se estaba hospedando, una casa de un sobrino médico que queda en el sur de Bogotá.
Arribamos a esa casa, tipo 11 de la noche. El maestro se bajó del coche y comenzó a timbrar, pero nadie le abría ni se asomaba a la ventana.
Pasaban los minutos, y el asunto se tornaba extraño y preocupante. De pronto, observé que el maestro hacía uso de su celular. Me bajé del vehículo y le pregunté qué ocurría. Rico Salazar me dijo que el sobrino le había dicho que ya estaba descansando y que no le iba a abrir la puerta.
Mi esposa y yo no entendíamos la incomoda situación. ¿Cómo era posible que un sobrino dejara por fuera de la casa al maestro Rico, sin poder sacar siquiera su ropa? ¿Qué clase de persona era ese familiar? ¿Sería posible que un médico pudiera tener un corazón tan perverso?
Aunque es para no creerlo, aquello era cierto. El más grande historiador musical de América Latina, a sus 85 años, estaba en la calle, sin ropa, sin un lugar a dónde ir, sin saber qué iba a hacer. Su rostro, más que de molestia, estaba impregnado de una tristeza profunda, de una decepción existencial…
La próxima semana presentaré la última entrega.