Banda sonora

24 junio 2023 9:03 pm

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A  comienzos de los años sesenta, el radio transistor, apareció colgado al hombro de muchos por una correa y un empaque de cuero con espacio para las pilas, por si la electricidad escaseara.  Fue como el Wi Fi de entonces porque trajo a los usuarios como Jorge, entre otras ondas, la música. Esa que se comenzó a bailar gracias a la radio y después llegó en los discos de 45 y 78 revoluciones. Éstos en su mayoría con dos temas, uno por cara, fueron relevados por los famosos Long Play, que traían doce temas. Así fue hasta el año 1961, cuando apareció: “¡14 Cañonazos Bailables!”, que además de incluir dos temas más, ofrecía diferentes ritmos, diferentes grupos, distintos vocalistas, etc., motivó a otras disqueras a grabar series tropicales con lo mejor de cada año según su criterio. Esto las convirtió en la banda sonora que acompañó a la generación de Jorge y Jairo. La de la contracultura, la de los sesenta.

En el mes de julio de 1962, un niño de apenas once años, fugado de su casa y procedente de la capital colombiana, llegó a la terminal de transportes de Armenia, rodeada por entonces de cantinas y bares de cuyo interior brotaba la voz de Wilson Choperena, interpretando la cumbia que le dio la vuelta al mundo: “La Pollera Colorá”, tema que no figuró en los 14 Cañonazos, pero sí en otras series decembrinas. La imagen de aquel día, se fijó en su mente hasta sesenta años después cuando regresó a vivir en el Quindío y fue a buscarla en los escenarios de su pasado, pero las coperas bailando con los bebedores, los voceadores ofreciendo su mercado y las notas de cumbia lanzadas al aire que quedaron en su añoranza, ya se habían ido con las ruinas del terremoto del 99. 

“Qué tiempos esos”, pensó para sí y acomodado en la silla reclinatoria en que se entregó a la remembranza en su casa actual, dejó partir sus pensamientos hacia el pasado para recordar que a los pocos días quiso conocer Calarcá y en la comisaria a la cual fue a parar por una riña, conoció a Jairo, un muchacho algo mayor, a quien ese día tenían detenido bajo sospecha de haberse robado un pato. Eran otros tiempos, incluso para niños como ellos a quienes la autoridad, que entonces sí lo era, podía castigarlos con el lavado de los retretes en la comisaría, con baños de agua fría y otros que dependían de la falta cometida.  

Su nuevo amigo lo invitó a trabajar en la galería donde él mismo cargaba mercados con una cincha soportada de la frente y con un paquete a la espalda, como otros muchachos, y así trabajaron unos seis o siete meses hasta que Jorge decidió buscar otros caminos y partió hacia Pereira, donde trabajaría en el ferrocarril, hasta que otra riña con un adulto le obligaría a partir de nuevo.

El día que el niño se acercó a comprar el pasaje, el despachador dudó un poco al verlo solo, pero al fin y al cabo lo atendió porque traía con qué pagar y porque la melodía con que sus compañeros alegraban el momento decembrino en la parte interna de la oficina, lo haló hacia ellos para seguir el coro que sonaba: “Pájaro picón picón, pájaro picón picón, tiene las alitas negras y el piquito colorao, pájaro picón picon, pájaro picón pícón”.

No obstante, a Jorge no le interesaba en aquellos momentos de solaz y añoranza recordar la historia que vivió en la “trasnochadora, querendona y morena”, prefirió dar el salto cinco años en el tiempo para verse de nuevo frente a la trilladora de “la Villa del Cacique”, acompañado de Jairo. Les gustaba el aroma que emanaba de la trilladora y en el momento en que lo disfrutaban, un camión cargado de café se devolvía causando daños en esa subida que aún hoy existe y se inicia en la actual Casa de la Cultura entre carreras 25 y 26.

Entonces tenía once años y ahora con dieciséis, se sentía capaz de enfrentar al mundo y  de sacar la cara por su amigo a quien había prometido tomar venganza contra el portero del teatro municipal de Calarcá.

Sucedió que a Jairo le gustaba ir a ver gratis la película por debajo de la cortina que se usaba en esos años para permitir el ingreso de los espectadores y lo hacía aún en contra de la prohibición del portero, quien un día exasperado, decidió terminar con el asunto cerrando la grapadora con que grapaba las boletas usadas, en las nalgas del inquieto Jairo. “Ese día”, contaba, “corrí hasta el barrio Ortega donde una mano caritativa me sacó el gancho”.

Cuando se lo contó, Jorge sintió tal rabia, que le prometió vengarlo un día cuando estuviera más crecidito y pasó el tiempo…el día había llegado. Pero… ¿Buscarlo dónde? Empezó por donde recordaba haber caminado con él y Calarcá no había cambiado mucho. La cárcel continuaba en el mismo cerro que se veía desde el Pescador, donde hoy queda el barrio “La Terraza”; pasó por bomberos cerca de la galería y allí entró a comprar unos “zapatos de bajar con vara”. No resistió las ganas de mirar en el Jotagómez las chucherías y los chocolates que a veces robaba él para los dos y otras ofertas, cuando escuchó la melodía que le fascinaba.

Con ese ritmo ligero, pegajoso, y la calidad vocal de Juan Nicolás Estela, desde una rockola de aquellas que funcionaban luego de meter una moneda en su ranura, se oía la canción recién lanzada en el volumen 6 de los 14 Cañonazos: “La Chica del billete”… “Esa muchachita que yo  veo caminando diariamente por las calles de mi barrio tiene una algo que me gusta a mi…”

Minutos después, tomaba gaseosa en el café donde pagó para repetir el tema, mientras recordaba la caminata con que Jairo lo llevó a conocer el pequeño pueblo que era Calarcá en los primeros años sesenta. Estuvieron donde le parece que hoy día es bomberos, aunque el recuerdo es ambiguo, pero entonces había una laguna donde según decían, iba gente a suicidarse. En una caseta situada en una pequeña isla del centro del lago, alquilaban canoas y más allá, era el monte, o lo fue para Jorge, quien poco de fincas quiso saber, porque para él la vida estaba en las ciudades, sin patrones y a la buena de Dios y de él mismo.

Todavía recuerda cómo invitó a su amigo a partir con él, pero pudo más la negativa por el apego al terruño y  el no poder abandonar la vera, los que le convencieron de partir solo, con el compromiso de volver.

En esa misma caminata, conoció a “Masato”, el conductor del camión de la ladrillera cuyo asiento se “aseguraba” con alambre y cuyo motor prendía rotando una manivela delantera hasta que daba arranque. También estuvieron en el único colegio que había entonces, el Girardot; y en él tuvieron la oportunidad de tomarse una foto de telescopio, que era la moda. Al final del día, tomaron una cerveza que casi no les venden por la edad, en Tropicana o en el Paraíso, ya no recuerda bien, pero quedaba en la hoy carrera veinticinco, donde volvieron a escuchar ene veces, la Pollera Colorá.

Ahora, en aquel regreso a casa, Jorge se sabía de aspecto mayor por su seño rudo y su forma de afrontar los retos, lo cual le generaba cierto respeto de los demás habitantes de la noche y el bajo mundo en que había aprendido a sobrevivir. Quería ver al único amigo conocido en su periplo desde que dejó el hogar, porque antes de regresar, consideraba un deber despedirse y cumplir su promesa; pero… ¿Dónde estará?

Fue en este momento en que vio los camperos adornados, las personas vestidas con atuendos autóctonos y comprendió que sin proponérselo, había llegado en pleno Reinado Nacional del Café. Pagó la cuenta y se fue hacia el parque Bolívar, donde se haría la coronación, y donde lo mismo que la Pollera Colorá cinco años antes se escuchaba en todas partes, ahora en aquel Calarcá de feria del año 67, todos los parlantes lanzaban al aire el éxito de Calixto Ochoa, que sería remasterizado cuarenta años después en una versión televisiva: “El Pirulino” y hasta un tema en inglés que no entendió, pero que según le dijeron, eran unos tales “Bitles”.

 

Como en el parque tampoco lo vio, bajó hasta la galería a la esquina del granero “El Bodegón” de la familia Aguirre, frente al de don Arquimedes, donde iban a recoger mercados y cerca de donde compraban los “barrancos”, “los borrachos”, “los tiples” o los “suspiros”, que conformaban la deliciosa oferta de parva en las cercanías del entonces parqueadero del Bolivariano. Tampoco logró encontrarlo.

“Bueno”, pensó, “voy a estar por aquí hasta las cinco de la tarde y si no lo veo, pues sigo mi rumbo”, y caminó por la carrera 27 que lo llevó a la avenida Colón en cuyo separador los árboles adornaban la vista con sus regueros de flores amarillas. Por esos lados recordó que una vez fueron a un velorio haciéndose pasar por deudos para que les dieran chocolate y pan. Era algo que Jairo sólo hacía cuando acosaba el hambre, desde una ocasión que por andar en las mismas en un segundo piso, la sala se desfondó. No se mató de milagro.  

Ante lo profundo de la recordación, le llegaron a Jorge las canciones que más le gustaban a su amigo y que no eran las mismas suyas, pero las oían juntos. Eran las de Gildardo Montoya, Los Hispanos, El Negro Picante, el Twist o el rock and roll, pero a pesar de que ellos eran tan tropicales, nunca aprendieron a bailar, por eso ninguno de los dos invitaba a bailar a una mujer y en un baile preferían estar solos. Tal vez fue por eso que a Jorge le gustó la amistad con Jairo; porque no tenía muchos amigos, no preguntaba nada, era noble, honrado, que no era para destacar en esa vida de abandono y miseria, trabajador y sobre todo leal, que no era muy común entre sus conocidos. Por ello quería despedirse de él, ahora que había decidido cambiar y volver al redil del que había partido cinco años atrás.

Su amigo le había dicho que siempre lo encontraría en los mismos lugares y que si no estaba, no dejara de volver que él allí siempre regresaba, pero esta vez tenía un único día y por ahora, solo contaba con los recuerdos. Recuerdos como la anécdota que le contó del día en que por salir a callejear con sus zapatos de plataforma, Jairo casi se mata porque al bajar la escalera de madera del teatro municipal, pisó con ellos la bota campana de su pantalón y se fue contra el  mundo.

Contaba que el tiempo que duró lesionado lo aprovechó para leer revistas de Arandú, Martín Valiente, el Santo, cuentos, como se llamaban entonces a los que hoy llamamos cómics y hasta novelas de Corín Tellado en revistas femeninas que encontró por ahí. Jorge, por conocerlo, supone, claro, que oía también las emisoras románticas de La “Nueva Ola” y para alegrar el espíritu, los ritmos tropicales calientes como “La India Motilona” o “La Paloma Guarumera” de los Corraleros con la voz de Alfredo Gutiérrez o la versión latina del rock and roll, de Carlos Román y su conjunto con el Very Very Well o Mi nena, los twices de los Golden Boys  o su “Negra Celina”.

“Ahí viene… la negra Celina si, la más cumbiambera

¡Préndanle la vela ya… cojan sus parejas! (bis).

Eran los tiempos de la patilla y el pelo largos, el peinado con la “mota conquistadora”, los pantalones de terlenka, dacrón o tela súper naval, con bolsillo italiano y bota campana, cuya abertura se adornaba con el famoso “abanico” que por su movimiento hacía más amplia la bota y a su vez se cerraba con una aplicación llamada “mancorna”. Se escuchaba y bailaba la “Cumbia a Gogó”, esa que destacó la corriente juvenil yeyé y gogó que, con los años, muy pocos, por cierto, desembocaron en la imitación colombiana del movimiento Hippie.  

Se usaban las camisas de chalís, con boleros en el pecho y cuello Napoleón estilo Sandro, que colgaban en las ventas de la galería, o los zapatos de plataforma con los cuales había que comprar un cinturón bien ancho y una chapa grande que le hicieran juego. Pasados los años, Jorge recordará que en efecto gozó de aquellas modas y también recordó, ya con las heridas curadas gracias a la fe, las veces que tuvo que hacerlo mediante el robo.

La generación quindiana hoy mayor de cincuenta años, acompañada por la radio en todo momento, conoció por ese medio inolvidables ritmos juveniles, la moda, la minifalda, la píldora anticonceptiva e incluso el Nadaismo,  y todas esas vivencias tuvieron una banda sonora tropical que inició con 14 Cañonazos Bailables en 1961 y obligó a nacer muchas otras. Hoy cuando Jorge deja volar su alma en el tiempo desde su casa en Calarcá, esas canciones son las guías del recuerdo y revivirlas engrandece el espíritu, por eso recuerda sin remordimientos, la razón por la que ni él ni su amigo aprendieran a bailar.

Porque los bailarines más osados tenían en su repertorio, pasos tan delicados como “la caída del muerto”, “la caída de la hoja” o “la tijereta”, para los cuales había que estar muy bien entrenados y dedicarle un tiempo que ellos preferían invertir, uno trabajando duro para sobrevivir y el otro simulando hacerlo para lo mismo.

Pasados los años, recuerda que a las cinco de la tarde de aquel día del año 1967, partió hacia el hogar con el dolor de no encontrar a su amigo, sin soñar siquiera que casi sesenta años después, tras haber superado mil  obstáculos, una mujer lo encaminó mediante el amor, al redil que nunca debió perder y con ella y una de sus hijas, llegarían a vivir al Quindío.

Una tarde mientras conversaba con amigos recientes, gracias a su hermano quien ya vivía en la región, una sonrisa sincera y espontánea le llamó tanto la atención, que lo detalló muy bien hasta que lo reconoció.

Fueron ese reencuentro, el abrazo y los recuerdos de aquel momento, los que motivaron la añoranza a que se entregó Jorge aquella tarde.

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