La fiesta del 42

19 agosto 2023 8:11 pm

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El sol aun no terminaba de asomar y el 42 ya rodaba por las calles de la ciudad. En el paradero de la Iglesia del Carmen, después de recoger unos pasajeros, continuó su ruta hacia el norte. Una voz familiar llamó la atención del conductor y lo hizo detenerse porque quien lo llamaba corría presuroso y al acercarse, se oía más claro:

-¡Crespo! ¡Crespo! ¿Me lleva? – Al reconocer al nuevo pasajero, abrió la puerta trasera del bus y afanoso respondió mientras retomaba la marcha:

-Hágale “pes”, ¡rapidito, rapidito! “chúbase” por detrás antes que lo vean los del tránsito – Gustavo pasó hábilmente entre los pasajeros hasta ubicarse atrás del conductor y con tácito saludo inició la charla:

-¿Uy, entonces qué? ¿Dónde es pues la fiesta hoy?

-No sé, tengo turno hasta las diez; voy a ver cómo hago y me salgo en el control de la Miranda.

-Ah, ¿sí? Hágale. Los sábados en la caseta del Santander siempre es muy bueno y llega harta gente por la música.

-Humm, por todos lados hay bailes.

-Ajá, las casetas del Paraíso y la Esperanza me gustan mucho; son más grandes y los parlantes suenan duro. Además no hay tantas peleas como en el Santander. En la plaza de Bolívar mañana hay concurso de trovadores paisas y después se van a presentar las Hermanitas Calle. Hoy, a las 4 pm el Caballero Gaucho, pa’llá voy, ojalá cante el Viejo farol; y en la caseta Matecaña se van a presentar los Graduados.

-Pero, allá es pa’los ricos, y cobran hasta por mirar-.

-Sí, muchos se pegan a las barandas a estirar el gaznate a ver qué atisban, porque sonido y orquestas ¡si tienen esos verriondos!. Bueno pues, me bajo ahí en el paradero del Ley, si algo, nos encontramos por la noche en el Paraíso. Voy con mi Nuviolita ¿y usted?

-¿Ah, pes con quién? con la señora, los muchachos y los que quieran ir en el bus.

El recorrido del automotor prosiguió por toda la carrera 18 y el Crespo, bien apodado así por sus compañeros motoristas, socarronamente desaceleró el paso por el sector de la galería. Los bares del entorno tenían muy bien decoradas sus entradas con árboles de café o plataneras; y adentro, cadenetas de papel seda de colores, serpentinas y globos multicolores, representaban en toda su expresión y algarabía, las fiestas del pueblo. Desde la ventanilla del bus, Carlitos, hijo del conductor, miraba entretenido a vuelo de pájaro, los arrumacos y toques manifiestos de las parejas al son de “Toño te casaste Toño…”. El muchachito no sabía si atragantar la mirada al ritmo y paso de los bailarines, o a los devaneos picarescos de quienes ubicados por los alrededores palpaban la “mercancía”, para tranzar una fiesta más íntima, hasta que de un envión el bus arrancó y de un golpetazo contra el asiento de adelante Carlitos quedó viendo estrellas. Como el cruce de miradas por el retrovisor acusó que juntos sabían que el otro había espiado; una carcajada maliciosa amainó el momento.

Entrada la noche, el pito estruendoso del 42 irrumpió y alertó la cuadra del barrio El Placer. Carlitos descendió apresurado y con emocionado alboroto corrió la voz. Vecinos y niños allegados se acicalaron en un dos por tres y se reunieron en los antejardines, prestos a subirse al bus de la alegría más famoso del barrio, mientras su padre tensionaba los frenos, causa “argumentada” al despachador, para retirarse de la ruta.

La fiesta comenzó rápidamente dentro del pequeño y viejo bus modelo 57, que se acercaba a los veinte años de servicio y cuyos asientos servían de cama cuando el sueño vencía a los más pequeños. Pasaron lentamente por los entornos de la estruendosa Matecaña, donde el panorama festivo y engalanado, recogía en una gama multicolor el contraste del vestuario entre las concursantes al reinado departamental del Café, asistentes selectos favorecidos por su boleto de entrada, patos rumberos, observadores y vendedores de ricas mazorcas, chuzos, licor y algodón de azúcar, entre otros deleites. Derroche de apariencias, que a los niños del 42 les dibujaba caritas felices sin más distingo social que la fiesta.

El itinerario familiar prosiguió alegre y ansioso por la rumba y pasó intencionalmente rápido por la carnavalesca galería, hasta llegar a la caseta del barrio La Esperanza. La fiesta no pintaba atractiva, porque el equipo no estaba en su mejor decibel; pero bailaron unas cuantas piezas al sabor de una Costeñita, momento que aprovecharon Venancio y su tímida esposa al son de su tinguis, tiringuis tinguis, o del recorrido paseadito pa’llá y pa’cá del “Puñal sevillano”, momento de gran hazaña para ella que él no desaprovechó y, al compás del baile, fugaz apretadita, mano resbalosa buscando la cadera, un ligero beso cerca a la mejilla que hizo gala en su pícaro rostro de profundo enamorado; mientras que los otros acompañantes desplegaban sus dotes bailables y los más chicos no perdían mirada hacia la pista, a los pies y sus ritmos.

Terminada la cerveza y la tanda de baile, siguió la caseta de Corbones, que, atestada de gente, retumbaba contagiosa. Adultos y adolescentes sudaban entre empanadas, refrescos y unos cuantos “roncolis”, enredados en el bailoteo frenético de los 14 Cañonazos que marcaban la pauta en la época: “El Sombrero”, “Bailaderos”, “Baion de Madrid”, hasta reventar con el tradicional “Very Very Weell”.

La amplia pista de baile engalanada con bombas y serpentinas, al compás de los bailarines, alardeaba con los atuendos de sus visitantes: damas en enterizos de terlenka, o vestido estilo talego de discreta minifalda, con floreados como el que lucía doña Nilde, y que hacía juego con el color y estampado de la camisa de su marido. La bota extra campana, la súper minifalda, zapatos plataforma destacaban en los más jóvenes. La multitud apretujada encubría a los tímidos bailarines que a duras penas arrastraban los pies, para dar paso a los primeros besitos y abrazos de adolescentes o parejas furtivas.

A Gustavo y la novia, quienes llegaron pasadas las once de la noche, no les importó el repentino y pertinaz aguacero propio de octubre que arropaba la ciudad. Venían de la fuente de soda El Chalet del barrio Granada temblando de frío y completamente mojados pasaron sigilosos a la pista porque sonaba “Llora corazón”. La tía que silenciosa todo lo controlaba; con mirada fulminante de pocas gracias, de ojo rayado entre el reloj y hacia el frente, hizo que su sobrina en aturdido disimulo se apartara unos centímetros de su parejo y de un solo giro se fijara en los más pequeños y adolescentes, que destellaban en pleno tumulto los pasos dobles (un, dos ,tres a la derecha, un, dos tres hacia la izquierda) o sencillos (un, dos hacia adelante, un dos hacia atrás) practicados en casa frente al espejo y supervisados por ella.

-¡Así! ¡Eso, Carlangas muy bien! Otro paso más largo y dé la vuelta; mire, así, así-. Los incentivaba a sacar su mejor ritmo al son de “La Saporrita” o “Herencia gitana”, instante de alegría compartida que sería compensado el domingo con una estupenda porción de pudín sabor a vainilla y caramelo, adornado con bolitas de colores hechas de maíz, llamadas Gudiz, que les preparaba, y ellos degustaban sorbo a sorbo; anzuelo de interés muy personal del que se servía para que fueran los futuros campanitas o acompañantes a sus diferentes bailes. Otros niños sacaban mejor provecho con “Caliventura”, “Caminito Serrano” o, “Sonido amazónico”, demostraciones más habilidosas que daban como premio el peso ($1) ofrecido por uno de los adultos.

Así se aprendía a bailar; en cadena de emulación a los adultos que entre los más pequeños también provocaba retos. -Hágale pues Nán, mire: – así así, un pasito pa’lante y otro pa’tras; vea, dele la mano a Martha y verá, ella le enseña, – no, ¡no! me da pena,- tan bobito no ve que todos estamos bailando, hágale, hágale pa’que se gane el peso que da doña Leonor, -Hummm, adujo Gloria, -dele para poder comprar el tarrito de Lechera. ¡Úpale sin miedo!, ¡venga!-, y en un descuido le dieron un jalón al niño que quedó perdido entre un bosque de piernas y zapatos salteadores de todos los tonos y tamaños. Fue tanto el susto y el traspiés le jugó tan mala pasada, que de inmediato procuró entre sollozos y pena, buscar el camino de salida de aquel embrollo. Como un rayo llegó al bus, destrabó la clave manual de la puerta, se subió y se escondió en la parte de atrás donde el sueño venció, sobresalto y tristeza de tener su ropa mojada y la Lechera en veremos.

La noche de las festividades, aniversario número 85 de Armenia, avanzaba jubilosa en la caseta entre vivas y jolgorios. De repente la estridencia de unos gritos atrapó la atención de los asistentes; un taburete daba volteretas por encima. Despavoridos los bailarines trataron de protegerse, entre ellos el Crespo, que afanoso por cubrir a sus acompañantes cayó enredado en una mesa. Gustavo y Nuviola al momento de levantarlo le rasgaron la camisa y sin más, el caos dio para salir corriendo sin pagar la cuenta. Señoras, niños y jóvenes se subían al bus atropelladamente para evitar un golpe, patada voladora o algún botellazo en la escaramuza causada por un mal piropo, que rápidamente los agentes de policía acudieron a disolver.

La inercia festiva aun ganaba a varios ocupantes del bus quienes de regreso aprovecharon la pasada para asomarse a la Caseta del Santander, donde el ambiente ya tenía un tono más fuerte, los asistentes tenían más cervezas y aguardiente en la cabeza, por lo que decidieron seguir de largo. Los comentarios, la algarabía de la noche se hacía más candente en el bus; risas, remedos y lenguas enredadas por el licor, causaban gracia a todos, que entre chistes y carcajadas viajaban en una nube.

Eran casi las dos de la madrugada; el sueño de los habitantes del barrio el Placer se vio interrumpido por un gran estallido que destelló la noche. El apagón dejó una estela de terror; los ocupantes del bus ipso facto quedaron paralizados. Aterrorizados reaccionaron paulatinamente ante los diversos gritos jaculatorios: ¡ay Dios mío nos matamos!, ¡Santo Dios, Santo fuerte, santo inmortal!, ¡San Antoñito bendito!, ¡Señor de los Milagros líbranos de todo mal!; y tambaleantes, no por el licor, ni débiles por el bailoteo, se bajaron aturdidos sin ningún rasguño; zombies con niños en brazos en busca de sus viviendas. El bus como de costumbre quedó bien parqueado frente a la casa de su flamante dueño; en medio de la oscuridad dentro del hogar, en afanoso y nervioso sanseacabó la fiesta, se fueron a dormir.

A las cinco y media del amanecer del domingo13 de octubre de1974, las sirenas de un carro de Bomberos y uno de las Empresas Públicas, alertaron a la comunidad de la zona para recoger las cuerdas esparcidas y acordonar el poste de luz que estaba semi doblado a punto de caer sobre el techo de una residencia. Las especulaciones de la vecindad volaron; murmuraban que un camión fantasma había tumbado el poste. Mientras el bus 42 que había sido cuidadosamente estacionado horas antes, no podía ocultar el fuerte hundimiento de la parte trasera superior y el vidrio panorámico reventado, que evidenciaban el cuerpo del delito; el golpetazo recibido al dar una suave reversa para quedar bien cuadrado. Como el freno no agarró bien, el poste dio el espaldarazo para que no siguiera su retroceso falda abajo. Hábilmente su conductor maniobró y logró retirarlo sin mayores consecuencias para él y sus acompañantes; sin embargo, la responsabilidad del accidente los dejó frenados, con unos meses sin fiestas ni descansos familiares.

El Crespo desde ese día, sumó otro sobrenombre por un corto lapso de tiempo. En coro y con aires de complicidad se escuchaba al paso del bus por aquella cuadra:

-¡Venancio! ¡tumba-postes! ¡“Chubache pes”… rapidito rapidito! La carcajada pícara como respuesta, dejaba abierta la posibilidad de que los fines de semana felices, pronto retornarían.

Hoy, en la paz del calor de un hogar deshojado por el tiempo, la memoria no pasea al Crespo por los recuerdos de su juventud; a cambio, se regocija en sus solitarias partidas de dominó, mientras sus hijos a través del álbum familiar y los mini visores de diapositivas, acarician el recuerdo de una hermosa infancia en el bus 42.

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