A pesar del éxito de la obra y de las pompas que rodean su funeral, hay que decir que la obra de Fernando Botero es monótona, serial, predecible y que él debió aburrirse mucho haciéndola. No conozco a nadie que vibre con ella. Se lo respeta, sí, y nos enorgullece que sea colombiano, pero esto es materia de bambucos y torbellinos, no de pintura. Bien mirado, Botero no es ni siquiera el mejor pintor colombiano. Mejores son el macabro y rebelde humor de Débora Arango, Darío Morales a pesar de su rancio hiperrealismo, el color y el trazo amplio y rudo de Alejandro Obregón, la fuerza expresiva de los cuerpos sin rostro de Luis Caballero, la geométrica sobriedad de Rayo, y en especial Doris Salcedo, una suma conmovedora de política y poesía. Doris, principio y fin de todas las rosas.
Los espíritus simples piensan que los boteros tienen un valor oculto y visible solo a los ojos críticos pero no hay tal. Las obras de verdad grandes hablan por sí solas, resisten las malas reproducciones y las traducciones apresuradas, ignoran nuestras limitaciones y nos excitan, al tiempo, el alma y el pensamiento. Solo así se explica la popularidad de los clásicos. Whitman, Jattin, Messi, Albinoni, Doris o Munch no necesitan traductores.
Los críticos tienen más ojos, claro, pero la perspectiva hechizada de Escher no exige que sepamos de teselación, y Bach sabe herirnos aunque ignoremos los bucles y las fugas, y cuando Gabo nos cuenta cuentos todos somos niños lelos, incluso los críticos.
La obra de Botero es tan simple como sus declaraciones. (“El eje de mi obra es la voluptuosidad”… “Quien desee triunfar en el arte debe irse del país, enfrentar una escala de valores más elevada y más exigente, menos provincial”… “El arte moderno es deleznable”). Íntimamente, él lo sabía. Por eso infló hasta el cielo sus muñecos, por eso tuvo estudios por todo el mundo (“¡Ah, la luz de Mónaco en octubre!”), por eso fundió sus esculturas en talleres repletos de fantasmas del Quattrocento, por eso plantó sus colosos en las calles de las capitales del mundo o los impuso —¡oh, santa simplicidad! — en la mismísima Piazza della Signoria. Hay que ser muy audaz o muy delirante para armar tal algarabía.
Cuando hablan de Botero, algunos intelectuales balbucen, se ahondan en cóncavas reverencias y emiten unas interjecciones fervorosas. Otros son cautos: “Podemos dudar del valor artístico de sus obras, pero lo cierto es que fue un genio del marketing”. La frase cala. “Paisa” y marketing configuran una rima contante y sonante, un axioma de la economía criolla, pero es ingenuo pensar que un hombre tan rico hizo todo lo que hizo solo por dinero. No. Él quería labrarse un nicho en la gloria o al menos en la fama y lo logró. Por eso fue sereno, infinitamente generoso y casi feliz.
Pero Botero, virtuoso en la técnica y discreto en la creación, se equivocó en la puesta en escena. Estos aparatosos montajes solo consiguieron que su obra pareciera, en perspectiva, sobrevalorada.
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La habríamos apreciado mejor sin tanto estruendo. Así veríamos en sus volúmenes el trabajo de un artesano aplicado; en las telas, cómics renacentistas, esmerados y traviesos. Naïf contemporáneo. Primitivismo feísta.
No quiero ser irreverente ni aguafiestas, solo afirmo que no hay proporción entre su éxito y su obra. ¿Qué hay de grandioso, aparte del tamaño y del virtuosismo metalúrgico, en esas redondeces monótonas, carentes de humor y de sorpresa, que bostezan en los más exclusivos espacios públicos del mundo?
P. S. Repaso sus cuadros y observo que sus figuras no proyectan sombra. Puede ser un signo fatal: hasta hoy, su obra no ha dejado escuela.