James Padilla Mottoa
Me confieso de ideas políticas liberales, aunque hoy con bastante distancia del partido de la camisa roja; rebelde por naturaleza, pero con inmensa nostalgia por muchas cosas del pasado; costumbres, actitudes y conductas que los muchachos de ahora escuchan con sorpresa y hasta con burla.
Por ejemplo, añoro aquel tiempo en que la familia toda se reunía en la última hora de la tarde para rezar el Rosario y luego escuchar cuentos de la mitología criolla, especialmente en los corredores de la finca, previa la promesa de un hermano de acompañarnos después a la oscuridad del cafetal.
Recuerdo con nostalgia las reuniones alumbradas en la finca a punta de vela en sesiones de lectura para estar un poco informados sobre lo que pasaba en el mundo exterior. En lo fino de la violencia política de mitad del siglo pasado había un semanario que se llamaba La Linterna; se editaba en Cali y no sé si tenía circulación nacional, pero sí que era el medio en el que se relataban, con detalles de novela, los crímenes atroces que en aquel tiempo aturdían a un pueblo que no entendía ese espantoso derramamiento de sangre entre rojos y azules. Pero entonces no era ese relato de masacres lo que nos atraía a los más pequeños; era un oasis que tenía en la mitad aquel tabloide y que un primo nos leía con voz pausada y magnífica entonación: eran los capítulos semanales de una famosa novela del cubano Félix B. Cagnet llamada El Derecho de Nacer, con las aventuras del despiadado abuelo que rechazó a su hija porque sucumbió a las delicias del amor y tuvo como fruto a un precioso varón que fue entregado para su crianza a una criada negra que lo educó con esmero hasta convertirlo en el apuesto médico Albertico Limonta. Y así, cada semana un capítulo nuevo o las expectativas de otra historia. Era el tiempo en el que no había televisión ni teléfonos celulares. Sí radio, pero la mayoría no tenía forma de conseguir aquel aparatico mágico. Sin embargo en esa penumbra titilante, tuvimos la ocasión de conocer los primeros elementos de la felicidad.
Los domingos a la plaza de mercado con la alegría de obtener un premio representado en un dulce o algo parecido que compraba el padre. Aún no se conocían los supermercados que ahora abundan en todos los sectores; era galería pura y una que otra tienda para comprar en la semana lo que se olvidó en la "remesa" del domingo.
Mucho después llegó el tiempo de la modernidad en las comunicaciones: florecimiento de la radio y popularización de una televisión a la que le costó casi cuarenta años salir de un canal y medio y de una menguada programación que empezaba a las 5 de la tarde con Plaza Sésamo, un programa didáctico para niños.
Mucha saudade por ese tiempo en el que éramos tan felices con costumbres modestas que nos transmitían el calor de hogar; sábados ansiados para salir del noticiero del medio día e irnos a la casa de El Bosque, a tirarnos con los dos hijos de entonces en la sala y en una colchoneta de camping para ver toda la programación de la televisión en blanco y negro que ya había colonizado un espacio mayor. El inigualable Pacheco animaba un programa extenso que incluía directo desde El Salitre con varias peleas de boxeo y luego Gran Sábado Gran, con la dirección de un chileno que se llamaba Alejandro Michel Talento. Ah, y en la noche la película de Dos Tipos Audaces. El programa era modesto, pero en materia de felicidad, insuperable, porque incluía un espectacular vaso de helado.
Casi sin darnos cuenta el tiempo nuevo se nos vino encima con todos los adelantos que nos jodieron la vida: celulares, tabletas, computadores, etc., etc. El sentimiento colectivo se terminó y el mundo se hizo absolutamente individual.
Y para completar, una tarde de sol cobrizo, llegó la catástrofe del terremoto que se nos llevó muchas vidas y nos arrebató la Armenia de antes que era un ensueño: pequeña y con limitaciones, pero con sus sitios inolvidables, como El Dombey, elegante salón de recibo para los propios y los de afuera, en la esquina de la 21 con 15. Más allá La Canasta con su nivel inferior desde donde se apreciaba la pasarela de las niñas hermosas que salían a recoger piropos. También estaba Carnes Limitada, del viejo español Valentín Ritoré y la esquina de Almacén Holguín; puntos de encuentro como El Ley, el teatro Izcandé, el parque Valencia, la Lonchería Caldas, el restaurante de Pedrito Wong y la parada infaltable después de cine en las Carnes de María.
No sé si son los años o qué sé yo, pero hoy estoy nostálgico al recordar tantas cosas bellas que nos hicieron felices y que me atrevo a contar a los muchachos de ahora, sin importarme sus sonrisas burlonas o de asombro…