Agostino Abate
Estamos sumergidos por las palabras más las palabras ya no valen nada. Es esta la paradoja en que nos encontramos y que la campaña política recién terminada deja ver de forma muy evidente. Promesas, comentarios, opiniones, acusaciones. Se afirma una verdad y también su contrario con la misma naturalidad. Porque todos saben que nadie recordará mañana lo que fue dicho ayer.
Todos hablan, gritan, exageran para llamar la atención. Palabras en caída libre que no comprometen a nadie. La palabra dada ya no tiene unidas a las personas. Cuando se acaba la conveniencia, un compromiso adquirido puede ser cambiado. Las cosas que se dicen no implican el respeto de la verdad.
Durante años, malos maestros, han enseñado que corresponde a verdad lo que alcanza el efecto. Prescindiendo de toda referencia a lo real. ¿Qué son las fake news si no la traducción digital del uso cínico e instrumentalizado de las palabras? Si se publica en los social una noticia falsa, cargándola además de emotividad y provocación, su impacto comunicativo siempre será superior a la rectificación que seguirá. Y, ¿entonces porque no intentarlo?
Saber dialogar para llegar a entenderse es un arte siempre más raro. Y así se multiplican los pleitos que alimentan la extenuante conflictualidad entre aquellos que deberían ocuparse del bien común.
Vivimos en medio de una real contaminación comunicativa. Así, ya no sabiendo a quien creerle, hay quienes ceden a la tentación de aislarse en nichos cerrados donde se escucha únicamente los que piensan de la misma manera. Tímeo hominem uníus libri ya afirmaba Tomás de Aquino. Tengo miedo a un hombre que haya leído un solo libro, porque se vuelve fanático. Esto vale para el que lee un solo periódico, ve siempre el noticiero de la misma cadena televisiva, compra la misma revista de opinión que a menudo tiene siempre la misma opinión, escucha únicamente su adalid político.
Otros se hacen embaucar de la publicidad que simplifica demasiado todo. A veces se justifican hasta las palabras cargadas de odio y de violencia. En el flujo ininterrumpido de palabras que, carentes de significado pasan sin dejar huellas, el primer bien común que se pierde es el mismo concepto de lo público. La sensación es que los programas sean una serie de promesas que nadie nunca realizará. Donde las alianzas entre partidos son fachadas que esconden celos, rivalidades, antagonismos.
Surge por consecuencia la desconfianza, siempre más difusa, hacia la política considerada como habladuría porque habla mucho, pero realiza poco. Las consecuencias pueden ser muy peligrosas para la democracia. Porque allá donde se deja de creer en el valor vinculante de las palabras, del asumir la responsabilidad de lo que se dice, del compartir lo que permite caminar en una dirección común en el actuar, se impone el poder de hecho. Sin justificación y legitimación.
Desaparecida toda crítica en la confusión de la fluctuación infinita de las opiniones, se afirma el poder de hecho, en su brutalidad.
Tal vez se encuentre aquí la razón de tantas desigualdades, violencias, injusticias que intentan delinear situaciones inmodificables y que por lo tanto parece del todo imposible poner en discusión. Se trata de una enfermedad que se ha infiltrado en toda democracia contemporánea.
Logos (palabra) que viene del verbo griego legein, significa recoger, ligar. De hecho, es a través de la palabra que es posible reconstruir un sentido, establecer y mantener relaciones, decidir recorrer un camino junto a otros. Sin la palabra resulta imposible aliarse, prometer y también entenderse. El problema es que la palabra, para no verse vacía y así invalidar la realidad, exige disciplina.
La opinión que la palabra sea puro instrumento, destruye las relaciones, el sentido, el mundo, porque es la palabra que nos hace existir como personas y que nos constituye en sociedad.
Por esta razón es indispensable pretender de aquellos que se han presentado a una consulta electoral y han sido elegidos en cargos públicos para regir lo público, el respeto al íntimo nexo que existe entre las palabras que dicen, lo que se conoce y lo que se hace.
También los electores tienen una responsabilidad. Educarse a no exponerse a toda clase de promesas, sin evaluar. Antes de prender el televisor o entrar en los social, hay que verificar las fuentes aprendiendo a alternar la confusión y el ruido con el silencio y la reflexión y recordar que cuando se vive aislados, se está perdidos.
El discernimiento siempre surge de un conjunto de prácticas, de una vida asociativa, de una experiencia participativa. La realidad debe ser interpretada juntos. Únicamente confrontándonos con los demás podemos poner a prueba las palabras que usamos y las usadas por quienes demasiadas veces nos quieren engatusar. Para salvar la democracia, se necesita una nueva ecología de la palabra.