La llave #9

19 noviembre 2023 10:52 pm

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Gloria Chávez-Vásquez

La mentira extiende descaradamente sus alas y la verdad ha sido proscrita. Stephan Zweig

Vestía blue jeans marca Levy’s y llevaba siempre la pequeña llave. Una sola llave, en el discreto compartimiento de tela, cosido dentro del bolsillo derecho del pantalón, donde se suponía se guardaban los relojes de cadena. Por eso se sorprendió, se frustró mucho cuando hurgó y hurgó en el bolsillito y se cercioró de que no estaba allí. Con ella abría la puerta principal del edificio, la puerta de su apartamento, la puerta de su cuarto y hasta el buzón de su correo. Era su llave maestra.

La llave número 9. Era más que una llave. Era un código, una clave, una contraseña con la que entrar y salir a su dimensión. La llave era el camino. La misión era la llave. Era la meta. Era la ruta. Lo era todo. Y ahora… estaba perdida. La bendita llave. La maldita llave. ¡La puta llave!

Y ahora, ¿cómo iba a entrar, primero, para salir después? Era una llave única. La había mandado a hacer con instrucciones muy específicas al cerrajero para que botara el molde porque no quería copia, ni que nadie pudiera duplicarla y con ella, invadir su mundo personal, su vida íntima, o sus secretos. Porque tenerlos los tenía. Como todo el mundo. Como el vecino que pretendía no ser gay trayendo mujeres a su apartamento, mujeres que se prestaban a sus juegos o a sus charadas. Pero era tan obvio que nadie se lo creía ni aunque lo jurara ante las velas de todos los santos que colgaba en las paredes como en una galería. A estas alturas, ¿a quién le importaba o le sorprendía el asunto? Como no fuera al pastor de la iglesia que echaba sermones a diestra y siniestra sobre los pecados contra natura. Secretos como los de la señorita Mojigata que vivía al frente, en la eterna búsqueda del perfecto marido, pero metía a sus amantes en su casa, muy discretamente, porque no quería empañar su imagen de maestra recatada. Pero al fin de cuentas su devoción se cruzaba con el deber y no podía ocultar su promiscuidad. Tampoco eso le quitaba el sueño a nadie.

Ni que decir del hamponcito aquel que se las daba de violinista, más negro que un terrón de carbón y que tenía montada una distribuidora casera de marihuana en el garaje de la casa de enseguida del pastor de La Roca de Jerusalén de Occidente, que era nada menos que el negocio de su tío. Si al reverendo del diablo no le importaba, ¿por qué iba a importarle a él? Después de todo, cuando se encerraba en su cuartel era para sumergirse en sus propios temas.

Como no fuera que el maldito marihuanero formara una parranda con sus secuaces y sus mozas, todas ellas de la más barata ralea, que habían encontrado su filón de oro hasta que el tipo de turno les repartiera bofetones y halones de pelo, las matara o las tatuara con cicatrices permanentes. La horrorosa peste a marihuana se mezclaba con el incienso de la iglesia generando un olor rancio, a fritanga o barbacoa, el horripilante ruido de eso que llamaban rap y que no era más que la degeneración de la escala musical y, ¡caballero! ¿De qué tipo de genes provenían estas castas?

Pero, ¿qué importaba más que su llave? ¿Su privacidad? ¿Su vida entera? Él, que no paseaba su existencia por las redes sociales ni quería líos que tuvieran que ver u oír con la tecnología. ¡Él, que no tenía teléfono propio como el resto de los mortales que iban por la calle enganchados a un mini aparato hablando a gritos, como enloquecidos! Él que apreciaba el silencio como al aire que se respira, y que había salido del radar para vivir completamente libre, sin dependencias, sin las cadenas que creaban el globalismo, el gobierno, la industria, la sociedad, los individuos.

Cuando llegó al vecindario, escuchó las sirenas enardecidas, percibió las luces enceguecedoras; acto seguido, los carros patrullas de la policía. ¡Por fin! ¿Habrían cogido infraganti al narco? Más adelante, vio al batallón de soldados, armados hasta los dientes, entrar en el edificio. ¿Habrían denunciado al pedófilo del apartamento de los bajos? Al subir las escaleras, se dio cuenta de que el origen de la algarabía era en su vivienda. Habían derribado la puerta, y desbaratado su lugar de habitación por completo, libros, discos, lonas de pintura, todo tirado, como si un huracán hubiera entrado por ventanas y orificios.

Los policías lo encañonaron de inmediato. Lo esposaron, recitando el gastado artículo de que tenía derecho a guardar silencio. Lo arrestaban por sospechoso de terrorismo. Sus vecinos encontraban muy extraña su conducta y lo habían denunciado. El hecho de que tenía las paredes selladas contra el ruido, que sus luces permanecían prendidas hasta altas horas de la noche, de que no tenía teléfono ni aparecía en ningún documento público, bueno… ya le explicaría todo a su abogado.

—A propósito dijo el policía al mando—, uno de sus vecinos ha encontrado una llave muy extraña, con un número 9 que no corresponde a ningún modelo conocido. Eso terminará por incriminarlo.

—Se equivocan —dijo calmadamente. —Puedo probarles que esa llave es exclusivamente para mi uso personal. Solo abre las puertas de mi casa.

Ya en la estación de policía insistió en ver la llave para confirmar que era la suya. Las autoridades ofrecieron resistencia y lo encerraron en un calabozo hasta que alguien autorizara traer la llave con un abogado público que representara a su dueño.

El día en que apareció un inspector ante el juez que decidiría si el caso pertenecía a la corte o debía dejarse libre al prisionero, el defensor público entregó la llave al magistrado para que la examinara. Concluyó el de la toga que, si bien era muy extraña, no tenían razón para retenerla, pero la probaría antes en las dichosas cerraduras de las destruidas puertas.

Como era de esperarse, la llave funcionó en todas ellas. En cuanto a las sospechas de que el acusado fuera un terrorista, solo se basaba en rumores y no hallaron evidencias ni prueba alguna. Así que la corte dio orden de que lo dejaran libre. Pero como garantía se decomisó la llave. Una vez retenida y conocida la existencia de su llave, más la publicidad que generó el evento, los medios de comunicación insistieron en obtener copia de ella para determinar si la llave abría otras puertas. No queriendo terminar en víctima, nuestro protagonista decidió que en aquella sociedad la seguridad era un mito y la libertad muy frágil. La inmoralidad de los vecinos los convertía en espías y testigos potenciales y por tanto peligrosos.

Decidió olvidarse de la llave de una vez por todas y abandonar sus pertenencias y de inmediato la sociedad que le rodeaba. Se refugiaría en un lugar lejano, agreste y solitario donde nunca más necesitara llaves.

Cuento de la serie Caliwood, 2019

 

Gloria Chávez Vásquez escritora, periodista y educadora es autora de la trilogía Akum, la Magia de los Sueños y más recientemente, la novela Mariposa Mentalis. Disponibles en AmazonBooks

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