Jhon Faber Quintero Olaya
América Latina vive uno de sus momentos más críticos del siglo XXI y Colombia, paradójicamente, hoy es ejemplo de respeto al Estado de Derecho. La reciente declaratoria de Estado de Excepción para la atención de un problema estructural de la Guajira y la modificación de reglas legales por vía de circular fueron tentativas de concentración de poder rápidamente repelidas por el sistema judicial, es decir, los pesos y contrapesos de la Nación. El Presidente, más allá de sus desplantes, ha respetado la independencia y autonomía de los jueces.
La vecindad, por otro lado, preocupa por unos vientos de cambio de autoritarismo y en algunos casos de absolutismo. La política de seguridad de Bukele en el Salvador contra las pandillas ha sido emulada recientemente en Ecuador con una declaratoria de conflicto armado jurídicamente cuestionable. En el país centroamericano se ha privado de la libertad a miles de personas con la judicialización de muy pocas de ellas, generando cuestionamientos sobre la investigación real de delitos, su comisión y el riesgo latente de capturar a ciudadanos inocentes.
Los derechos humanos no son un capricho de algunas sociedades, sino el resultado de un proceso histórico de reivindicaciones sociales y políticas. En Colombia padecimos el falso dilema de la vida y la protección, creando una cultura de terror que hoy evocamos como falsos positivos. Esta siniestra experiencia hoy la sufren personas que llevan meses y, en algunos casos, años sin ser sometida a un proceso justo, sin dilaciones, en el que el Estado salvadoreño les indique que pruebas tiene en su contra y porque considera que se deben limitar sus garantías. ¿Podemos aceptar como colectivo qué la dignidad humana se pisotee simplemente para sentirnos más tranquilos?
La efervescencia de la lucha contra el crimen no puede relajar el sistema de garantías del proceso penal y menos la presunción de inocencia. Las autoridades no pueden simplemente capturar para investigar y luego dejar en libertad porque ello no es el propósito de ningún modelo punitivo. Los que alaban lo que promueve el presidente Bukele no tienen en cuenta que semejantes acciones mañana pueden recaer sobre algún familiar y, con ello, el caos reina.
Ecuador parece ir por el mismo camino debido a las nefastas consecuencias del narcotráfico. El Decreto de excepción promovido por el doctor Noboa es una determinación altruista y loable, pero desesperada. Una guerra contra grupos delincuenciales no es una cuestión atípica, máxime cuando se trata de una violencia que lleva al menos 3 años y para algunos más de 20 en forma pasiva. Por tanto, acudir a una herramienta extraordinaria para limitar derechos y facilitar el ejercicio de la fuerza no sólo sienta un pésimo precedente, sino que entraña un abuso de la figura en sí.
En esta editorial en el pasado se ha indicado que los Estados de Excepción son extraordinarios y, por ende, el Ejecutivo sólo puede acudir a ellos cuando los cauces institucionales son insuficientes, pero siempre que se trate de un evento de magnitudes inéditas. La pandemia fue uno de ellos. El tráfico de drogas, sin embargo, no constituye un acontecimiento que pueda ser repelido por esta vía porque no es nuevo y porque su complejidad impide que pueda ser conjurado con acciones específicas en plazos definidos.
La producción, comercialización y financiación de este fenómeno requieren de una sinergia institucional permanente y en la que la capacidad de respuesta estatal debe surgir de los mecanismos ordinarios. El legislativo debe plantear reglas claras que puedan ser aplicadas por los jueces y el Ejecutivo hacer efectivas las sentencias. Esta articulación pasa por tratados y acuerdos internacionales; aspectos éstos que evidencian una enmarañada red que trasciende soberanías y límites territoriales. Un Decreto o mil Decretos por sí no van a cambiar la historia.
Las amenazas de justos por pecadores en un paradigma de abuso a las medidas de excepción pueden sacrificar los derechos fundamentales, el principio de derecho y la democracia en sí. Por ello, arde la Ley en América Latina y esperemos que no sea por mucho tiempo.