Pedro Elías Martínez
La historia de la humanidad contiene buenos y malos olores. En algunas épocas la gente se bañaba, en otras no, atendiendo al libre desarrollo de la personalidad. A los griegos y romanos les gustaba oler a bueno y por eso construyeron baños públicos. En la Edad Media la gente le tenía miedo al agua. Las personas se mojaban cuando los agarraba un aguacero.
Las costras de mugre en la piel dieron origen al mandamiento «la cáscara guarda el palo», aplicable también a las señoras. «Las damas se ponían esponjas perfumadas entre los muslos y las axilas, para no oler como carneros».
A ese período pertenece la hermosa tradición del ramillete de flores, llevado por la novia al momento de contraer nupcias. El perfume de las flores disimulaba el buen humor de los contrayentes.
El gusto por el aseo regresa durante el Renacimiento y se vuelve a perder en las cortes y palacios de la nobleza europea. El agua entonces era gratis, pero el hombre debía oler a sudor y tabaco.
El rey Luis XIII de Francia y sus ministros tenían piojos y tiña por el desaseo. Estaba el rey al olor de la corte y para contrarrestar la picazón puso de moda el uso de pelucas blanqueadas con polvo de almidón molido, sin mayor éxito. Con disimulo los caballeros se rascaban por debajo de la peluca y de las partes amplias del cuerpo, con una pequeña mano de marfil con uñas.
Enrique IV de Francia «no se lavaba nunca y olía a macho cabrío». A varias damas acompañantes, y aun a su esposa, las sacaron trastornadas de la alcoba del monarca.
María Antonieta de Austria y Enrique VIII de Inglaterra, fueron los más aseados de su tiempo. La primera se bañaba cada mes, y Enrique creó el puesto con mejor futuro en el palacio, el mozo de las heces, primer escalón para ascender a lugares de privilegio. El mozo de las heces debía limpiar al rey con un trapo apenas hacía sus necesidades.
Mientras los romanos tenían obsesión por el agua, en el siglo XVII la medicina consideraba perjudicial bañarse, porque los poros de la piel se abrían y por allí entraban enfermedades y pestes.
Luis XIV, el Rey Sol, vivía en olor de multitud, y durante su vida se bañó dos veces y por orden del médico. Al levantarse limpiaba su cara con un pañuelo «untado de alcohol o saliva».
Isabel la Católica se bañó únicamente el día de su matrimonio. Los estudiosos mencionan a su cónyuge, el rey don Fernando de Aragón, como posible inventor del tapabocas.
Algunos santos utilizaron la suciedad para hacer penitencia. A santa Margarita de Hungría, enemiga del agua y del peine, los piojos y las pulgas la martirizaban a sus anchas.
Ahora la ciencia considera el baño diario saludable y lo aconseja también para reducir en dos por ciento el olor a viejito, expelido por la piel de los humanos cuando envejecen.
IN MEMORIAM
Fue mi compadre Juancho un viejo pío
que murió dulcemente hace ya un mes.
Cayó en coma diabético, dijeron
las viudas del prestante feligrés.
Olor de santidad no le faltaba,
jamás el agua acarició sus pies.
Porque de medias nunca se cambiaba.
Las usaba al derecho y al revés.