• VIERNES,  19 ABRIL DE 2024

29 enero de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Roberto Mancini y nuestro desenrollar del carretel

3 Comentarios

Imagen informe especial

 

Yo voy mirando aquí en la zurda que el corazón me hace una burla…

Enrique Cadícamo

 

Por Libaniel Marulanda

Era imperativo pararse, sacudirse el polvo y seguir cami- nando. Esta acción, más que una frase de cuño setentero, ha sido la clave para hacer camino en la medida en que se asu- me la certeza de la crisis. Vengan de donde vinieren, los gol- pes no consiguen arrojarnos más allá del suelo, que equivale a cero. Y de cero tuvimos que partir los tres sobrevivientes de un grupo musical que pretendió hacer música tropical colombiana, al amparo de las ideas de izquierda que se agi- taban a lo largo, lo ancho y lo profundo de América Latina. Por aquello de los obstáculos surgidos de la lucha intestina, desigual y caníbal del movimiento político que era nuestro norte, fuimos la muchacha fea del baile que golpeada en su amor propio decide volver a casa aunque se sabe objeto de la mirada de los asistentes.

Los cantantes, aquellos que alcanzaron la fama en una lucha denodada y disímil contra las veleidades del público, dada su edad y a pesar de las facilidades de comunicación que ofrece la red, suelen permanecer imperturbables, silentes y alejados del que fuera su público. Contrario a eso, Roberto Mancini es un artista que sigue vigente en el recuerdo y vive y comparte con otros tangueros y los seguidores de su estilo el día a día del tango en el mundo. El tango está lejos de ser un embeleco de viejitos nostálgicos; es una cultura que pal- pita al unísono con la cotidianidad de nuestros países. Tras regresar a Buenos Aires, en vez de declararse atropellado por la tecnología, de una se enfrentó al computador y ha conse- guido conformar una red con centenares de personas desper- digadas por las cuatro esquinas del mundo.

“… y si sale agrio, es nuestro vino”, sentenció José Martí. Como el vino cubano podría ser el tango en manos de cua- tro colombianos, encima de eso sin experiencia específica; apenas el sello de la nostalgia quindiana, los ecos lejanos de la carrera 18 de Armenia, cuando aún esta ciudad era una inmensa cantina o, mejor aún, una ínsula cafetera, rodeada de tangos, bambucos, boleros y mujeres pulposas, sensua- les y complacientes. Con ese software implantado desde una infancia tan pobre, como feliz e indocumentada, aceptamos el reto de comenzar a tratar de ser músicos; pero músicos de verdad, de esos que trasnochan, se rebuscan el morfi. “… Adiós camaradas, en esta estación nos bajamos; Daniel Díaz con su bajo y su viola, y yo con el fueye de teclado. Ustedes sigan con Mao que nosotros buscaremos nuestra re- surrección en el gotán”.

Roberto Mario Brandy Mancini es el nombre ciudadano de nuestro personaje. A pesar de la puñalada que le asestó al buen gusto popular el abominable género narcocultural de la música del despecho, un significativo número de sus tangos son de obligada ejecución en la agenda cotidiana de inconta- bles cafés y tabernas respetables del Quindío. Esplendoroso o precario, criollo o argentino, un espectáculo tanguero tiene que cerrar con tres temas de antología grabados a dúo con Juan Carlos Godoy, cuando militó en la orquesta de Alfredo De Ángelis: Ilusión azul, Adoración y Pastora. Si visita usted uno del centenar de bares de música vieja en Colombia, no se sorprenda si a medianoche un cantapistero rebuscador vocaliza Son cosas mías, un himno nostálgico de la noctám- bula cuyabra en los años dorados de la carrera dieciocho. Las pistas piratas valen dos mil pesos.

Si usted es músico de oído, con pretensiones de tanguero aceptable, comience por roer la bibliografía sobre el com- pás del “pensamiento triste bailable”. Eso hicimos Daniel Díaz, Héctor Buitrago, Leonel Buitrago y yo; entonces, co- menzamos por un texto con connotaciones de biblia: Tango, discusión y clave, escrito por Ernesto Sábato. Con nostalgia de espejo retrovisor pero puestos los oídos sobre el tapete de nuestra contemporaneidad, iniciamos el aprendizaje de la melodía, la armonía y las letras del cancionero mínimo del tango. Nuestra condición de rebeldes cobij por la utopía y armados de capacidad crítica, por lo menos en ma- teria de literatura, fueron vitales para entrar al universo del dos por cuatro. Consecuentes con la cronología del género, primero fue Viejo almacén, algo similar a la apertura de un proceso por gardelicidio que de tango en tango fue engor- dando su foliatura.

Con la puntualidad litúrgica de cura de pueblo, Roberto recibe y envía correos electrónicos a sus amigos del Tango Club y éstos a su vez los reenvían. Mi email está tan sobreali- mentado como su usuario. A diario se encuentran sorpresas discográficas, videos, anécdotas, historias y chistes. Mancini ha escrito justo en el momento de teclear esta crónica: “Que- ridísimo Libanito, llegué ayer de afuera de Baires y estoy hoy con fiebre en cama... 38 grados. No sé cómo colaborarte, pero, con mucho gusto. Resumiendo, en la actualidad ya no canto, pues no puedo... Te comento que el entretenimiento de estos días es participar en el Tango Club, con esa muchachada tan querida que me contiene y me entretiene fabulosamente. Por eso es un placer cada vez que uno aparece ¡y me hace una caricia al alma! Dale, quedo a la espera, Li. Abrazos”.

Daniel Díaz, nuestro bajista, joven, peludo y de gafas, estudiaba Ingeniería Forestal en una rebelde universidad bogotana. Antes de que los tangos lo flecharan, la juventud de su guitarra casquivana se entregaba tanto al rock como a la salsa o al barroco. Héctor Buitrago, cinéfilo bien nutrido, empleado del sindicato de bancarios, aventajado a nosotros en años y repertorio de tangos y música vieja, tras luchar va- rios años con un grupo de teatro, había decidido solicitarnos asilo artístico como cantante. Leonel Buitrago era un rubo- rizable estudiante de la Universidad Nacional que al oír las introducciones de nuestros primeros tangos, les tributaba al fueye y al bajo sus lágrimas encurdeladas. Era un tanto loco: no en vano estudiaba sicología. Por mi parte, treintañero, traía todo el peso de un frustrado tránsito por la música revolu- cionaria de aquella década de infarto social.

El 15 de agosto de 2011, murió en Cali don Bernardo To- bón de la Roche, a los 92 años, quien fundara la cadena radial Todelar, nacida de La Voz de Pereira, en los años cuarenta. El padre de Mercedes Tobón Martínez, esposa y madre de los hijos del cantor, asociado con doña Isabel Martínez, madre de Mercedes, inauguró en 1953, en Cali, su histórico circuito radial. Durante su permanencia en Colombia, Roberto con- dujo allí dos programas radiales de tango y música argentina en general. En el 2004, estuvo de gira por Barcelona, Madrid, así como en Colombia, de donde partiera para Buenos Aires en los años ochenta. Emociona ver el video del reencuentro de Mancini con su gente durante una actuación donde ento- nó El cantor de Buenos Aires, tango que retrata como ninguno el oficio, lugares, amigos, nostalgias e historias.

Casi que por instinto los grupos musicales transitan idén- ticos caminos en sus inicios. Inevitable cantarles a la familia, los amigos y vecinos en cuanta reunión ocurra. Las metidas de pata comienzan a disminuir tras ese periplo inicial. Es el año de 1977 y nosotros ya tenemos un repertorio, el atavío negro para oficiar el gotán; Héctor y Leonel Buitrago logran cantar a dúo y sin muchos tropiezos el tango que certifica nuestra persistencia: “Viene serpenteando la quebrada, la pastora, la majada y su tarararará…”. Al parecer ya pode- mos confrontar el trabajo de meses en el primer bar o boli- che bogotano que nos haga un guiño. Somos ahora el grupo Los del Tango. Es entonces cuando aparece en el horizonte Libardo Jaramillo, bailarín, dueño de un sitio de cuestiona- ble nombre y envidiable discoteca: La Taberna Cream Show Pereira, en ciudad Kennedy.

A estas horas no sé si Volvió una noche es el último disco compacto de Roberto, porque a través del Tango Club sigo sorprendiéndome con grabaciones nuevas para mí, que me consideraba un entendido. Hace tres años, en un lugar pe- queño, recóndito y amable del barrio Granada de Armenia, al pedirle música mancinesca a su dueño, puso en el tocadis- cos una de las canciones más bailadas en Colombia, pero con ritmo de milonga: El preso, aquella salsa que hizo famo- so a Fruko y sus Tesos. Hace poco le indagué a Roberto y me contó que fue grabada en Colombia, acompañada por

Alberto Núñez, bandoneón, Silvio Ziliani, piano, y Mariano Loedel, contrabajo. Núñez y Ziliani murieron. Es innegable que Mancini ha cantado bien desde los 14 años pero los años reafirmaron su vocalización, expresión y gestualidad; basta con mirar sus videos.

Guardo tanta gratitud con el bar Pereira, de Libardo, que en dos noches y dos farras distintas le compuse, ahí sobre la mesa, sendas canciones que luego grabamos. Pero esa es otra historia y mejor volvamos a 1977, con Los del Tango, que ya se creían listos para mandar al carajo la timidez primípara y pedir laburo. Coincidió con nuestra euforia inaugural la puesta en marcha del más mentado boliche de Bogotá: La Esquina del Tango. Al indagar sobre las posibilidades de presentarnos… ¡mejor no contarlo aquí! Una cuña radial de Todelar nos alertó sobre la existencia de un restaurante en el tradicional barrio Teusaquillo. Su nombre era un arcano: “Morfi, chupi y algo más”. Lunfardario mediante, resolvimos el enigmático nombre pero… ¿cómo hablar con el dueño?, ¿quién era? Horas después ya lo sabíamos. Era necesario ha- blar con Roberto Mancini.

El dúo, como forma alternativa del tango y el vals argen- tino, creo que desde siempre ha reinado en sus amantes. Y aunque el criterio de que lo viejo, lo “original”, para la mayo- ría de coleccionistas resulta incuestionable, la época de oro de los duetos argentinos está centrada en el trabajo de Juan Carlos Godoy y Roberto Mancini. No se trata de afirmar aquí que los otros dúos carecían de calidad. No, pero por lo que siempre abogaremos es por la supremacía de éstos, no solo cercanos a nosotros por cosas de la zurda sino por el aporte que le hicieron al cancionero de nuestras querencias. Óigan- se tangos como Arrabal amargo, Pregonera, Pastora, o valses como Ilusión azul, nuestra Llamarada, de Jorge Villamil, e in- cluso aquel vals de pésima letra, Adoración, y que algunos duetos volvieron un ejercicio de calistenia verbal.

Limitados de recursos, como todos los músicos que sue- ñan con surgir, habíamos reciclado un cajón al que le inserta- mos un parlante extraído a una rocola. Forrado en cordobán negro, tal escaparate presumía de equipo para bajo. De pre- cariedad tercermundista en sonido, era tan voluminoso como feo y pesado. Como el vino cubano, digamos. En cuanto a mi aporte como acordeonista, el óptimo estado del instrumento era la causa de que se hablara en términos elogiosos… del acordeón. Hoy, treinta y cinco años después, la gente me pre- gunta: ¿Por qué no toca bandoneón? Si usted fuera un colom- biano, sordo y con 65 años, ¿qué diría? Volvamos a nuestros cantores: Héctor y Leonel. Algo es claro: a falta de calidad, sapiencia vocal y lo demás, que en Colombia los músicos lla- mamos el aguaje, los nuestros le aportaban al tango toneladas de corazón.

Roberto llegó en 1964 a Colombia en una gira, como can- tante de la orquesta de Alfredo De Ángelis. Cuando se llevan décadas de mirar al tango como cultura, se concluye que esa agrupación argentina no es la mayor aportante al tango y su evolución, aunque sí es una de las que mayor huella dejaron en la formación de la buena cultura popular de este país, en especial del occidente: Antioquia, Eje Cafetero y el Valle. Su fama como cantor de De Ángelis, estuvo precedida por unos cuantos éxitos, grabados con Miguel Caló. Ante el público de Cali conquistó fervores, aplausos, corazones, pero entre todo el acervo frenético de tangófilos tan solo una persona le movió el piso: Mercedes Tobón Martínez, nada menos que la hija del magnate de la radio colombiana, Todelar, el circuito nacional con más emisoras.

Proveníamos de la izquierda colombiana y como trabaja- dores del arte, éramos abstemios en la tarima. Así que ante la inminencia de la audición para Roberto Mancini nuestro aje- treo previo sucedió a palo seco. Por fortuna aquella noche solo estaban Roberto, Mercedes y un cantante argentino, Luis Ri- vera. En este momento, tras treinta y cinco años y miles de recuerdos, sobreviene el interrogante: ¿cómo fue posible que cuatro presuntos artistas, timoratos, primíparos, gallegos e ignorantes actuáramos para uno de los mejores cantantes de tango del mundo? Dicen que en la agonía pasa ante el mo- ribundo la vertiginosa película de su vida. Pues bien, igual pasaron los temas por el escenario de “Morfi, chupi y algo más”. De idéntica forma como la eyaculación precoz es con- sustancial al inexperto furor juvenil, la velocidad incontrola- ble se vuelca en la ejecución de los músicos novatos.

Cuando se alcanza la edad en que tenemos más amigos en los cementerios que en los bares, la memoria es tan imper- turbable como los fijadores y el papel fotográfico de los años veinte. La historia que me contó Mercedes, uno de tantos días en que el boliche de Teusaquillo estaba desolado, pare- cía una novela de Félix B. Caignet o de Corín Tellado. Trans- cribamos el relato al lenguaje actual y digamos que Roberto le echó los perros a la sardina rica, bella e inaccesible. La his- toria y trayectoria de nuestro personaje nos demuestra que ha sido disciplinado, persistente y afortunado. Eso pasó y la princesa de nuestra historia, ¡cataplum!, cayó en la urdimbre melodiosa del cantor de Buenos Aires. Y se casaron, fueron felices, pero no en términos absolutos porque lo hicieron a escondidas, en una pequeña iglesia pobre de Cali.

Si la ignorancia es atrevida, qué no decir de Los del Tan- go, cuando aquella noche de audición incurrimos en el des- caro de interpretar impunemente: “Viene serpenteando la quebrada, la pastora, su majada y su tarararará…” ¿Qué tal la osadía? Sé que, incluso hoy, primero de marzo de 2012, Mancini se rehusaría a contarme lo que pensaría de nosotros aquella vez. Terminada la audición, el cantor se acercó a no- sotros, sonriente nos felicitó y, de manera discreta nos dijo, a Daniel Díaz y a mí, que habláramos aparte, luego de que empacáramos los instrumentos. Me consta que en una tari- ma los músicos desarrollamos una intuición que tiene más de telepatía que de otra cosa. Héctor Buitrago es uno de los tres amigos más nobles y transparentes que he tenido. No habíamos bajado aún del escenario cuando nos sorprendió con sus palabras.

Aunque un cantante haya egresado del mismísimo coro celestial de ángeles y querubines, siempre expondrá el es- tigma de donjuán, bohemio, gocetas, flojo y frívolo. Así que, señor lector, trasládese al Cali de 1964, métase en la piel de Don Bernardo Tobón de la Roche e imagínese cómo pensó y obró el próspero radialista ante el presunto rapto de Merce- des, perpetrado por un cantante argentino. Cuenta Merce- des que el DAS, el F-2 de la Policía y otras autoridades los buscaron con desespero. El segundo capítulo de la historia de amor y fuga trae la continuación de la gira de la orquesta de Alfredo De Ángelis, que ahora se encamina a Ecuador. En Guayaquil, nuestro galán decide retirarse de la agrupación y regresa a Bogotá, donde vive y actúa como empresario otro reconocido cantante argentino: Raúl Iriarte. Ahora Roberto Mancini es solista.

Premonitorio, generoso y sincero, Héctor nos dij : “Creo que Mancini les propondrá algún arreglo a ustedes dos; de ser así no rechacen la oferta. Por Leonel y por mí no se preocupen porque su trabajo aquí será una experiencia que terminará por benefi a todos”. Dicho y hecho; regresamos donde Roberto: “Muchachones —nos dij me parece muy loable que tengan armado su grupo. Si están de acuerdo pueden to- car aquí y acompañarme de lunes a sábado. Como pueden ver, este restaurante tiene poca clientela y por esa razón solo les puedo pagar en aquellos días cuando haya gente. De todas maneras, aquí tendrán el morfi ensayaremos todos los días y poco a poco montaremos mi repertorio. Comprendo que ustedes son amigos, han estado unidos pero entiendan que soy cantante y sus dos compañeros también y yo no puedo tener competencia”.

El 15 de septiembre venidero el cantor arribará a los 74 años, 56 a bordo del gotán. Mariposa fue su epifanía vocal con Miguel Caló, a los 17. El hijo de doña María Esther Mancini y don Mario Brandy, ganó un concurso y un contrato en Radio Argentina cuando tenía 14. Su mamá estudiaba piano y solía tocar a cuatro manos con Roberto Goyeneche, el tío del “Po- laco”. Estudió canto con Eduardo Bonessi, profesor de Car- los Gardel, Alberto Marino, Nelly Vásquez y Oscar Larroca. Presumimos que Volvió una noche, un CD con trece temas, de 2003, será su epilogo fonográfico. Desenrollar el carretel de un artista que ha sido cantante, compositor, guitarrista, actor de cine, productor, empresario, cronista, locutor y el mejor ami- go de sus amigos es un asunto serio, de dimensiones biblio- gráficas. ¡Cuánto quisiera ponerle el cascabel al gato!

Daniel y yo logramos acoplarnos al repertorio de Roberto. Unos meses después cierta noche lo oímos hablar con Duván Rojas, dueño del teatro Bolívar de Armenia. La conversación fue memorable: ante la propuesta de cantar en el Festival del tango de 1978, el cantor aceptó y, más que la guita, su exigencia fue que nosotros lo acompañáramos. Se imaginan ustedes ¿cuánto significa para un aprendiz de tango acom- pañar a un ídolo y, de encima, hacerlo en su tierra natal? El Festival, que incluía el plantel de músicos y cantores de la Casa Gardeliana de Medellín, terminó por aceptar la condi- ción. Nos alojamos en el hotel Maitamá, pisamos el escenario del teatro Bolívar… todo un cuento de hadas; este es nuestro inolvidable carretel. Roberto se enfermó de las cuerdas vo- cales y regresó a Argentina. Desde 1980, nos llamamos “Los Muchachos de Antes”.

Segunda parte: Que no calle el cantor

El cantor emprendió el viaje de retorno a Buenos Aires y pasaron muchos tangos antes de que yo volviera a establecer contacto con él. Cumplido también en mi caso el anhelado “veinte años no es nada”, el advenimiento del internet pro- pició el redescubrimiento de Roberto y sus cosas. A través de los comentarios de los socios del Tango Club supe también que las afecciones de sus cuerdas vocales, que le valieron una primera operación en Bogotá en las postrimerías del res- taurante Morfi Chupi, nunca fueron superadas del todo. De otro lado, las noticias y comentarios que el centenar de so- cios, desperdigados por el mundo, colgaban en la red llegó a ser tan abundante que era imposible leerlos. Era tal el exceso de información que terminé por aislarme durante un tiempo del club, aunque seguí en contacto eventual con él.

Empezando febrero de 2013 se me cumplió la ilusión pri- mordial de todo tangófilo foráneo: conocer Buenos Aires. Aquellos que fuimos (como en la glosa de Celedonio Flórez) acunados en tangos de canción materna pa llamar al sue- ño, la conocemos sin conocerla porque a fuerza de oír y oír, nuestra memoria es un pentagrama donde todas sus calles son notas. Con esa pasión antigua la ciudad se ofrece a nues- tros sentidos tal como la presentíamos. Realizado el primer deseo, el segundo no podía ser otro que el abrazo del reen- cuentro con el maestro y la impajaritable actualización de nuestros cuadernos, como en el colegio, como debe hacerse cuando los recuerdos son fiesta antes que lamentos. Desde meses antes estaba armado de todos los datos para ubicarlo; así que con Beatriz, mi mujer, romántica bogotana seducida por el tango, comenzó la búsqueda.

Las visitas a las cabinas telefónicas se hicieron compulsi- vas. El cantor no contestaba. El cantor no atendía mensajes. Los enviados al correo electrónico tampoco obtenían res- puesta. De ahí que al cabo de ocho días resolví entregarle la libra de café, un par de mis libros y un disco compacto de mi autoría a uno de los miembros de la Academia Nacional del Tango, el poeta Héctor Negro. Nos reunimos justo en el primer piso del histórico edificio, donde está situado el café Tortoni, al que le escribió la letra que musicalizó la extinta Eladia Blázquez. Sentirse desdeñado por una persona que siempre se ha considerado tan cercana a nuestra historia particular y a los afectos surgidos al compás del tiempo y los vericuetos de la música, deja en el alma un sabor amargo mate y un resignado encogerse de hombros.

Igual que la hermandad tangófila colombiana, una vez conocida o, mejor, “corroborada” Buenos Aires, ya de re- greso siempre quedará ladrándonos la esperanza de volver, aunque la propia existencia nos demuestre que, igual que en el registro de los paseos, las mejores fotos son las que salen borrosas o no se tomaron. Quince días son tiempo precario cuando se pretende transitar por aquellos lugares que recrea- ron poetas, músicos y orquestas en radios y rocolas de bar, esa multitud de recuerdos que los de abajo comenzamos por bautizar con el nombre de “melodía”, desde una lejana ju- ventud. Para la época del regreso a casa, en Calarcá, descubrí una emisora que transmitía en señal digital. ¡Oh sorpresa!, que consigue crecer como un feliz asombro, proporcional a nuestra ignorancia: era justo la emisora del Tangoclub de Mancini, dedicada a la difusión de “melodía”.

Tras seis meses de audiente fidelidad, armado de valor un día volví a escribirle a Roberto. Comencé por hacerle un recuento del frustrado encuentro. Y entonces supe la verdad y las razones de su silencio durante los días en Buenos Aires. Ilustré el email con las fotos de obligada exhibición para el turista que atraviesa la Nueve de Julio, le pone un cigarrillo al mudo en La Chacarita, compra libros viejos en San Telmo, posa junto a Borges, Alfonsina y Carlitos en el Tortoni y cena en la Esquina de Homero Manzi. En algunos correos, leídos por venturosa casualidad, me había enterado de la sugeren- cia de un fan: hacer una cadena de oración para pedirle al de arriba su intervención en la cura de una dolencia del gran timonel del Tangoclub. Con su proverbial celeridad contestó el dolido interrogante:

“¿Cómo estás muchachón? Mirá: el panorama es que pa- decí un cáncer en la cuerda vocal derecha… y ante esa even- tualidad, en razón de que la ‘bomba cobalto’ y su radiación no lograron erradicarlo tuvieron que extirparme la laringe y la tiroides. Tengo traqueotomía; la voz no existe más, puesto que erradicaron todo en esa zona incluso por prevención. Hablo con un aparato especial que apoyo en mi garganta y al vibrar por simpatía reproduce un sonido como de robot. Ese es el tema y es el motivo por el que me entretengo con la muchachada del club que en su carácter de gratos amigos me acompaña y contiene. Abrazote, querido Libaniel, y está tu lugar en el Tangoclub”. Aunque natura calló su voz, el re- gistro fonográfico de doscientas interpretaciones en miles de vinilos, nunca dejará que se calle el cantor.

Perpetuando su tangografía, Tangoclub de Buenos Aires transmite una interpretación suya cada diez minutos, sin comerciales. Oyéndola fue como tras tantos años me enteré del nutrido catálogo grabado desde su adolescencia, cuando debutó con Miguel Caló. ¿Y qué me contó de su radialismo? “Bueno, se me ocurrió hace años, cuando pergeñé la posibi- lidad de poder crearla, y la llamé Tangoclub como a casi todo lo que ‘barajo’... El nombre surge a partir del programa en que actuábamos con De Ángelis en LR1 Radio El Mundo de Buenos Aires y su ‘Cadena Azul y Blanca’ que irradiaba a pleno país, ‘El Glostora Tangoclub’, que era como una cate- dral del tango por aquellos años; todas las noches 20:15 ho- ras. Y ahí va, como yo, a veces funciona y a veces duerme”. Su voz, grabada antes del temible suceso, identifica la radio frecuencia.

Premedité el final de esta crónica y de este libro, que se propone reunir mis memorias de militancia musical, para el 15 de septiembre de 2015, día del cumpleaños número 77 de

Roberto. Y lo que son las notas del tango de la vida: le puse el sentido y necesario mensaje a Mancini y horas después me contestó con la noticia de la muerte, ese mismo día, del poeta Héctor Negro, a los ochenta y un años. Cabe agregar que este artista pertenecía, igual que otro poeta recién fallecido, Horacio Ferrer, a la Academia Nacional del Tango, situada en los altos del Café Tortoni. Así las cosas, procedo conforme al propósito de registrar, en Fa sostenido mayor (con todos los bemoles), el ingreso mío al universo tanguero, mediante la cálida complicidad del cantor que me invitó a trasponer el umbral.

 

Comenta este informe especial

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net